jueves, 20 de octubre de 2022

Vida del pintor Bonifacio. El ojo del cangrejo que espía al monstruo camuflado I

 


 BONIFACIO

Turner, 1992

Ignacio Ruiz Quintano

 

XXX
El ojo del cangrejo que espía al monstruo camuflado I


Ni el mismo Bonifacio, si se sentara a pensarlo, sabría qué es lo que de veras queda en Bonifacio de aquellos días interminables de entomología conquense, salpresando a los insectos en una pictórica catástrofe. Tal vez, la saveur, que es la sal de la pintura que Bonifacio arroja en señal de desafío, como los luchadores de sumo, contra esos cuadros que se amontonan en su estudio como las muletas en la gruta de Lourdes.


Su batalla es espiritual –la otra, la física, es una cuestión de ritmo– y su goce está en poder librarla.


En sus títulos (El cerro de los locos, El bosque de Vespasiano, Animales cornudos, Una rosa en cada mesa, Cretinos, Las malas noticias vienen con el café del desayuno,…) no ha de buscarse el juego literario, sino la correspondencia verbal a una imagen plástica: con Bonifacio, primero es el cuadro, y después, el título, que a él, por cierto, le da lo mismo.


De hecho, si Bonifacio pone títulos a sus cuadros, sólo lo hace cuando tiene muchos, y para poder distinguirlos: “Los cuadros –dice– se terminan solos”.


No se las da Bonifacio de lo que la gente llamaría un poeta, y se le antoja plática de menos pararse a discutir si la pintura es poesía muda o si la poesía es pintura que habla.


Según las reglas de Bonifacio, pase que una imagen pueda sugerir estados de ánimo, pero que no cuente historias. Las historias, si han de contarse, que las cuenten los críticos y demás invencioneros del arte, con sus insufribles proposiciones paradójicas sobre la inteligencia y la sensibilidad de los artistas.


Bonifacio cree que los cuadros se borran y se retocan, pero que jamás se rompen, y, si un cuadro se resiste al borrón o al retoque, entonces hay que mezclarlo con los demás, que será la única manera de darlo por terminado, y por eso conviene pintar, a la vez, muchos cuadros.


Con un cuadro solo, Bonifacio se aburre pintando, y siempre tiene al retortero diez o quince cuadros. Comienza con los dibujos, y de los dibujos salen los cuadros: “Despacio, porque, hombre, tampoco soy un pulpo”. Luego, al crítico que se lamenta de que estos métodos no figuren en los clásicos, Bonifacio le responderá que él también es de los clásicos.


Bonifacio es un pintor sin influencias que sólo se sujeta a ciertas proporciones: las proporciones que se salen de las del ser humano, ésas, por una fatalidad que ignora, no las ve bien.


Para lo demás, al decir de Bonifacio, únicamente se necesita una técnica suficiente, una cuenta corriente y una crítica moliente a la que ningún pintor debería de hacer caso; la técnica, para salir adelante en la tela; la cuenta, para salir adelante en la vida; y la crítica, para salir adelante en la galería.

 


Con Julieta García-Ochoa y el autor