Abc, 26 de Junio de 2002
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
De la «Fosa escéptica» de Gerardo Deniz (Ave del Paraíso), dos «letritus»: Subsupra: «Ridículo espantoso haría yo / si se enterara Koshka / de que cuando salgo al mundo / debo estrechar manos de según quienes / «el gato es útil porque caza ratones».» Vejez: «Encomendar al tendón / lo que antes hacía el músculo.» Y una «Sorpresa» filantrópico-ideológica: «Marielenita me ilustraba sobre los milagros obrados por Mao, con sólo / salir al balcón. Los cojos oían, los ciegos hablaban (¿o a la / bisconversa?). Acto seguido, franca como de costumbre: / -Quiero acostarme con un negro -me declaró Marielenita-, / pobrecillos, los discriminan tanto.» Posdata: «Ustedes, europitos, vengan a visitar el trópico, hasta nueva moda, / y admirar supremos especímenes humánicos. Ojalá entendieran la risa / que nos dan. Ambos.»
Nuestro escepticismo parece resurgir por causa de las huelgas y de las cumbres. Cumbres pequeñitas -de todas cayeron y nunca se hicieron daño-, pero cumbres al fin y al cabo. Que hora iba siendo ya de que comprendieran en las cumbres lo que todo el mundo sabía en el valle: que la labor de la política europea se condensa en los mismos dos turnos que los viejos cronistas observaron en la política doméstica. Turno de oposición: rasgarse las vestiduras para formular airadas protestas. Y turno de poder: encogerse de hombros para soportar protestas airadas. Como la huelga, si alguna vez la hubo.
Porque, igual que en el ciclismo, hay un escepticismo de cuneta y un escepticismo de televisor. El escéptico de televisor puede sostener que, en efecto, no hubo huelga, del mismo modo que tampoco ha habido Mundial. Y lo que el escéptico de cuneta puede sostener, en cambio, es que hubo dos tercios de huelga, dado que, de las tres expectativas que uno acostumbra depositar en un día laborable, que son un café, los periódicos y un taxi, sólo vio cubierta la primera, debiendo correr a peón toda la noche por esas calles, ejercicio, bien mirado, la mar de democrático. ¿Acaso Jefferson no caminaba seis millas al día y lamentaba la existencia de los caballos?
Convengamos, pues, que se puede ser escéptico y demócrata. De hecho, si el deber del demócrata se reduce a «creer en la verdad», y a «esquivar el error» el deber del escéptico, el escepticismo será como el estoque de madera del demócrata: un homenaje de la mentira a la verdad avalado por el Estado de Derecho, que en España es esa pizarra que los políticos pasean por el callejón los días de corrida: «Previo examen facultativo, todos los votantes han sido autorizados para usar estoques de madera.» ¿A qué viene entonces el miedo del escéptico a ser engañado?
En la política, como en la zoología, el más enérgico estímulo de la mentira es, precisamente, el miedo. Por miedo a los demócratas, Platón recomendó la mentira. Por miedo a las mujeres, Aristóteles señaló al hombre como animal político. Y por miedo a los perros, Couteaux demostró que sólo el mejor amigo del hombre es tan mentiroso como el hombre, aportando el expediente de un perro que en una granja se metió entre pecho y espalda medio cordero que estaba preparado en adobo para una merienda; por miedo al castigo, arrastró los huesos hacia la caseta en que otro perro guardaba la granja de noche; el amo castigó al perro guardián, mas una recta criada delató al culpable y todo el rigor de la justicia se descargó, ay, sobre el perro ladrón.
Y en cuanto cualquiera cosa y todas las cosas pueden suceder, el escéptico deja de tener miedo. Deniz: «Marielenita se casó más tarde con un italiano, supe, / ojalá siquiera pardusco -para aplacar tu racismo, dulce mía.»
Gerardo Deniz