ABC, 3 de Enero de 2001
Ignacio Ruiz Quintano
La gente no parece muy afligida por la decisión judicial de archivar el «caso Aznalcóllar», lo cual es señal de que la sociedad civil ha alcanzado la madurez. Las sociedades maduran con los diluvios, y se sabe que una sociedad está madura cuando en lo alto de una colina aparece un objeto negro y la gente dice que es el Arca. El Arca en el Ararat o el Tireless en el Peñón. Da igual. Las sociedades maduras no sienten horror contra la sencillez ni se pierden en los tiquismiquis de lo formal. En ellas, quien más, quien menos, todos han oído hablar del gran Proverbio del Infierno de Blake: «Una misma ley para el león y para el buey es opresión.» Pero, si Blake los coge lejos, siempre tienen a mano un Bloch: «No hay nada ilegal, si cien hombres de negocios deciden hacerlo.» Es un chiste de abogados, aunque ya conocen ustedes la ley de los chistes de abogados: «El problema de los chistes de abogados es que los abogados no creen que sean divertidos y los demás no creen que sean chistes.»
Se sabe que el Medio Ambiente es un vestigio fetichista de las sociedades verdes, y por eso su ministro, que no tiene cara de lector de Bloch, considera «un mal precedente» el archivo judicial del caso, mantiene que en Aznalcóllar hubo «una catástrofe ambiental» y cree que «tiene que existir algún responsable». Debe de ser lo que antiguamente se llamaba «substanciar responsabilidades», empeño al que, igual que antiguamente, la oposición socialista, que es como la gata recién casada de la fábula que ve pasar a un ratón, desea sumarse con la creación de una comisión parlamentaría y la aprobación de una ley de responsabilidad medioambiental. Al fin y al cabo, «una buena cabeza de turco es casi tan buena como una solución» (ley de Herman), y puesto que «los seguros lo cubren todo excepto lo que pasa» (ley Müler sobre los seguros), de algún modo habrá que tapar los cuarenta mil millones invertidos en la limpieza de Doñana, aun a sabiendas de que «es inútil hacer cualquier cosa a prueba de tontos, porque los tontos son muy ingeniosos» (octavo corolario de Bloch a la ley de Murphy).
¡Substanciar responsabilidades! Ante el hallazgo de una responsabilidad, los españoles solemos quedarnos tan perplejos como los salvajes ante el hallazgo de una chistera en la playa o como los marcianos ante el hallazgo de un tricornio en la carretera. Para el hado español, la responsabilidad es incoercible. Si acaso, una palabra a la que hay que rellenar de contenido, y nuestros políticos ya dedicaron todo el siglo pasado a un afán vano: rellenarla de viento. Con este sentido de las responsabilidades, ¿cómo substanciarlas? En principio, «substancia» designa «lo que está debajo de». ¿Qué hay debajo de Aznalcóllar? Podríamos remontarnos a los silogismos de Aristóteles, pero eso alargaría excesivamente la vida de la comisión parlamentaria, y la gente no lo entendería, porque hoy no se llevan los silogismos, sino las sinergias. «¿Pero qué es una substancia?», se preguntaron durante toda la Edad Media los escolásticos. Después llegaron los fenomenistas, y, por salir del lío, decidieron que la subtancia carecía de fundamento. La inteligencia de Hume rechazó la percepción de las substancias por los sentidos, dado que ni huelen, ni se oyen ni se ven. Hegel, sin embargo, vio que hay algo en los accidentes que permanece, pues los accidentes son, en rigor, «la substancia como accidentes». El diluvio de Aznalcóllar fue, en efecto, un accidente, pero, ¿cuántos hegelianos caben, según los expertos, en una comisión parlamentaria?
Según la regla de Mars, un experto es cualquiera que no sea de la ciudad, y según la ley de Hiram, si se consulta a un número suficiente de expertos, se puede confirmar cualquier opinión. De aquí, por ejemplo, que en Morata de Tajuña, donde s anuncia un diluvio inminente en forma de incineradora infernal, el vecindario esté resuelto a construir su propio arca sin esperar a ver confirmada la opinión de los expertos. Incluso Chirino, su ilustre vecino, se ha desvelado por preservar a una especie elegante, «La morateña», exponiéndola con yelmo en la Marlborough de Nueva York.
Martín Chirino
«El problema de los chistes de abogados es que los abogados no creen que sean divertidos y los demás no creen que sean chistes.»