Sábado, 26, en Caen, Normandía
Jean Juan Palette-Cazajus
No recuerdo quién dijo de Francia que era el pueblo político por excelencia ni quién sentenciaba que cuando Francia estornudaba toda Europa se acatarraba. Pero voy comprobando cómo la interminable sucesión de los episodios del culebrón en amarillo se va perfilando efectivamente como la adaptación televisiva de un tratado escolar de política práctica. Mientras el nacionalismo italiano de un Matteo Salvini, por dar un ejemplo, se va enterrando cada día que pasa en un populismo casposo de manoseado repertorio, repartido entre frustración, impotencia, mussolinismo light y commedia dell’arte, más y mejor la fiesta de disfraces revolucionaria que se ha instalado en Francia, puntuada por las funciones televisivas de cada sábado, viene enunciando como en un libro abierto la didáctica de todos los achaques de las viejas democracias europeas.
Cartel de Sorolla para el diario El Pueblo
Hojeaba, hace pocos días un libro dedicado a la larga historia del concepto de pueblo. No contaba gran cosa que ya no supiéramos. La palabra “pueblo” sirve para un roto como para un descosido. Al principio, el “pueblo romano”, por dar un ejemplo y porque fue como quien dice el que ostentó la denominación de origen, era el “ethnos”, el conjunto de la población en su etnicidad y generalidad. Luego, tradicionalmente y durante muchos siglos, la noción de pueblo vino designando la parte más numerosa, humilde y menos educada de la población de un país. A partir de la Ilustración -hablando grosso modo- esta definición empezó a traer connotada la idea de que la subordinación política, social y económica de lo que se venía denominando pueblo no era el resultado de las “desigualdades naturales” sino el producto artificial de un orden social fundamentalmente arbitrario. La Revolución Francesa convertiría el pueblo sociológico mayoritario en el pueblo político, entronizado en tanto que instrumento de su propia emancipación. Conviene no olvidar que en vísperas de la dicha Revolución, Nobleza e Iglesia sumaban poco más de medio millón de personas. Es decir que el pueblo, tanto en su definición económica como, de nuevo cuño, política, constituía el 98% de la población. La tentación era grande, y en gran medida legítima, de identificar voluntad popular y “voluntad general” en sentido rousseauista.
Pero a partir de la famosa jornada del 10 de Agosto de 1792 - fecha discutible pero que tiene el mérito de ser concreta- la mayoría popular, que había visto satisfechas las aspiraciones fundamentales que constituyeran el desencadenante de los acontecimientos de 1789, tendió a retirarse progresivamente de la palestra. No entendía y en muchos casos no compartía la radicalidad y la abstracción de los debates que centraron la actividad de la burguesía intelectual durante los dos años de la revolución jacobina y, menos aún, su deriva trágica. En aquellos momentos el “pueblo” se fue quedando reducido a algunas decenas de miles de individuos de los suburbios, reunidos en la llamada “Comuna Insurreccional” apoyada en las famosas “secciones de piqueros”. Su vigilante y hosca presión determinó muchas de las decisiones políticas entre julio de 1792 y Thermidor 1794. Y según una lógica de los activismos políticos radicales desde entonces jamás desmentida, aquella minoría se fue deshilachando todavía más al hilo de los terribles acontecimientos. Cuando se produjo el golpe del 9 Thermidor (27 de julio) de 1794, contra Robespierre y sus amigos, lo que quedaba del “pueblo” ni se molestó en salir de sus barrios para auxiliar al “Incorruptible”.
Poder para el pueblo. ¡Y todo arreglado!
A partir de entonces y hasta entrado el siglo XX, y sin duda podemos apurar las fechas hasta la Segunda Guerra Mundial, el llamado pueblo seguiría englobando una mayoría de desfavorecidos pero con un peso estadístico siempre decreciente en la proporción general. Hoy la complejidad y la pluralidad de las estratificaciones sociales, económicas, educativas definen sociedades inconmensurables con las tradicionales. Conformadas por grupos, estatutos y situaciones, sino casi atomizadas ya muy diferenciadas. Hemos tenido que ir admitiendo que lo que queda del pueblo en el sentido más lato apuntado hace un instante ya no se puede identificar con la “voluntad general”. Las crisis de los últimos años que llevaron a los actuales remolinos han trastornado el tejido social sin que los propios actores tuvieran, al principio, cabal conciencia de lo que estaba ocurriendo. Particularmente en Francia donde ni la crisis de 2008 ni los gobiernos golpearon al “pueblo” con la contundencia que en España. Ahora es cuando se está produciendo en Francia la “réplica” sísmica diferida.
En las sociedades posmodernas, el propio contenido de la conciencia social individual, el sentimiento personal de inserción, bienestar, igualdad o desigualdad social, puede ser ambiguo, cambiante y contradictorio. Quien se consideraba de clase media se siente hoy de repente proletarizado. De allí la táctica populista pregonada por Chantal Mouffe, la ideóloga de “Podemos”, para reconstruir desesperadamente, cual capa de muchos remiendos, un “pueblo” mayoritario en base a un batiburrillo de sectores sociales y malestares heteróclitos. La realidad actual nos muestra cómo el contenido de la palabra “pueblo” ha venido hoy a encogerse, de manera rabiosamente subjetiva, hasta quedarse reducido al fragmente de la población, por minoritario que sea, que comulga con nuestros planteamientos. De ahí una deriva hacia la jerarquización y sacralización: nuestro “pueblo” particular tal vez sea minoritario, pero es la élite política y “concienciada”.
La mamá ideológica de Podemos
He insistido mucho sobre la asombrosa obsesión de los manifestantes por las referencias a la Revolución francesa. Contra las evidencias de su carácter socialmente heterogéneo, los “chalecos amarillos”, en una descarada pulsión nostálgica han decidido autoinvestirse no solamente como el “verdadero” pueblo, sustancialmente homogéneo y mayoritario, sino como los herederos del pueblo “fundador”, el de la Gran Revolución. Son constantes sus vituperios contra la supuesta “monarquía macroniana”, contra las nuevas “feudalidades”, encarnadas por “las élites tecnocráticas” y sobre todo pululan las invocaciones a la guillotina, las enfáticas amenazas de pasar por la oblicua cuchilla de la gran niveladora a la larga nómina de los “podridos”. El pueblo de la Revolución era igualitario y vengador y no era precisamente democrático. Pero cualquier crítica al carácter antidemocrático de la Revolución francesa es absurda y queda “fuera de cacho” como decimos en los Toros. El papel histórico de la Revolución Francesa no fue la instauración de la democracia, sino el de romper teatralmente con el orden estamental premoderno. Un orden que lo mismo podemos llamar heterónomo, sagrado o arbitrario. Considérense los tres adjetivos como sinónimos. Y con ello, por vía de consecuencia, la Revolución francesa estableció, hablando en términos kantianos, “las condiciones de posibilidad” histórica de la democracia, establecidas sobre la instauración de la autonomía intelectual y la igualdad de derechos del sujeto humano. Con todo algo hizo la Revolución para articular los primeros balbuceos prácticos de la democracia, primero a través de la Asamblea Constituyente (1789-1791), después con la Asamblea Legislativa (1791-1792) e incluso durante la llamada “Convención Nacional”. Quienes instauraron el dictatorial Comité de Salvación Pública (abril 1793 – julio 1794), forzado por lo torbellinos de la Historia (guerras exteriores e interiores, problemas económicos) no dejaron de proclamar su carácter excepcional y su vocación de provisionalidad.
Al fin y al cabo todo esto es lo de menos: baste recordar aquí que la Revolución Francesa duró 5 años. Así como se habla, casi con vértigo, de la infinita densidad del Universo anterior al Big Bang, asociada a una masa ínfima, podríamos decir que la densidad de los acontecimientos que se sucedieron a lo largo de aquellos efímeros 5 años corresponde a una actividad histórica normalmente multisecular. Hablar de posibilidades democráticas durante aquel bigbang de la Historia es simplemente absurdo. Además en ese estado inicial de la sociedad civil, los revolucionarios desconfiaban de cualquier institución intermediaria que consideraban generadora de manipulación y corrupción. Los Jacobinos creían en la democracia directa y en el ejercicio “in-mediato” de la famosa “voluntad general”. Apenas si les concedió tiempo la historia para comprobar que del dicho al hecho había mucho trecho.
Sans-Culottes
Los “chalecos amarillos” se consideran los descendientes de los “Sans- Culottes”. No han parado de proclamarlo a los cuatro vientos. Su filiación directa tratan de expresarla de manera muy parecida a sus antepasados a través del espíritu vengativo, del igualitarismo nivelador y de una forma de resentimiento. Si el odio por la aristocracia caracterizó a los “Sans-Culottes” originales, los nuevos populismos -no paran de decirnos- se caracterizan por el odio a las “élites”. Entiendo que las élites y la aristocracia son cosas muy distintas, por no decir contradictorias. Semánticamente, las élites las constituyen los mejores. Las aristocracias, en cambio, reúnen más bien a quienes se consideran los mejores, por rutina, herencia o tradición, pero en ausencia de toda posibilidad de evaluación y no digamos de “desclasificación”. El estupendo término de “epistocracia”, se refiere a un tipo de gobernanza tributaria del saber de los expertos. Es indudable que la loable obsesión de Emmanuel Macron por la eficacia y los resultados le ha venido arrastrando a privilegiar algún tipo de “epistocracia”. Trató de sustituir el círculo infernal de la divisoria tradicional entre Izquierda y Derecha, por un “círculo de la razón” integrado por buenas voluntades y competencias procedentes de ambos horizontes. Yo fui de los seducidos. Pero es cierto que los privilegiados cerebros del Elíseo tendieron a verse muy guapos en los espejos de los pasillos y les faltó oídos para el runrún de la opinión pública y de sus frustraciones ascendentes. El problema es que a toda élite, a toda epistocracia, la acecha el peligro del aislamiento, del desdén y de la autoperpetuación, o sea la tentación de convertirse en una aristocracia.
No nos confundamos: históricamente, el resentimiento fue un motor positivo contra la arbitrariedad. Se trataba entonces de un “re-sentimiento”, es decir un sentimiento que se revuelve y se repite como pez mordiéndose la cola, cuando la existencia del Hombre no depende de sí mismo sino del capricho de otros hombres y no le pertenece ni la naturalidad de los propios sentimientos. Han pasado 230 años desde la Revolución francesa. Pero en realidad puede que nos separe de ella un milenio si nos regimos por la masa del caudal científico y epistemológico generado desde entonces por la modernidad. El resentimiento de los “chalecos amarillos” de ningún modo puede parecerse al “re – sentimiento” de los “Sans-culottes”. Parece más bien empeñado en darle la razón a Nietzsche: «Mientras que toda moral noble brota de un triunfante decir SÍ a uno mismo, la moral de esclavos dice de antemano NO y este NO es su acto creador». La epistocracia, basada en la competencia, es tributaria del proceso de selección que caracteriza la meritocracia. El resentimiento de los chalecos amarillos propende a negar el propio concepto de mérito y pone en práctica los mecanismos de la nietzscheana “moral de esclavos”. Se trata de reputar malvado o corrupto al que sabe, o al que piensa, o al que recuerda que las cosas son complejas y que lo que distingue al ser humano del animal es la inevitabilidad del carácter diferido entre deseos y satisfacciones. En un segundo momento, claro, se tratará de acreditar la idea mística de que los “chalecos amarillos” encarnan la sacralidad del “pueblo” y el pueblo, por definición “sabe”. Él conoce los atajos de la ciencia infusa.
¡Terribles élites!
Todas las revoluciones del resentimiento se han caracterizado por el odio al saber y a la competencia. La Revolución Cultural china ponía a barrer aceras a los astrofísicos de excesiva tibieza maoísta. Es conmovedor el afán renovador de la democracia manifestado por los “chalecos amarillos”. Por más que todas las estadísticas nos dicen que la mayoría de ellos solían ser abstencionistas. En Madrid, en cuanto descarga un aguacero, salen a la calle inmigrantes de Bangladesh para proponer endebles paraguas por 3 o 4 euros. En Francia, frente a la supuesta demanda democrática de los “chalecos”, muchos profesores y doctorandos de ciencias políticas han salido a la calle y a las columnas de los periódicos para proponer sus pócimas y mercancía en mejora de la democracia. Frente a la indiferencia de los interesados. Lo que “mola” para ellos, lo que llevan semanas agitándolo como un sonajero, es la ensoñación del mítico RIC, el Referéndum de Iniciativa Ciudadana. No suelen tener idea de su posible funcionamiento. Creen haber entendido que con este nuevo gadget podrían desmontar y anular a su antojo las leyes votadas por los cuerpos representativos. Frente al primer intento en muchos decenios de una democracia de la razón, ha surgido inesperadamente una inquietante democracia del resentimiento.
Sábado, 26 de enero, en un pueblo bretón