Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Con la descomposición de los Estados, el mundo vuelve a los grandes imperios, pero Bruselas, mirando por lo suyo, trata de montar un megaestado del que ya han salido corriendo los ingleses, cosa que no entiende Ian McEwan.
McEwan es escritor.
–V. P. se entregó a las “nuevas ideas” y abrió un salón –escribe Dostoyevski–. Hizo un llamamiento a los literatos y acudió una muchedumbre. Luego acudieron sin que nadie los llamara: unos traían a otros. Eran increíblemente vanidosos, pero a cara descubierta. Difícil era averiguar lo que escribían: había críticos, novelistas. Dramaturgos, satíricos, denunciadores de abusos…
Según Tocqueville, la nobleza francesa siempre tendió la mano a los escritores. En el XVIII, muchos nobles desocupados se trasladaron a las filas de los escritores, y la literatura se convirtió en “una especie de terreno neutral en el que se había refugiado la igualdad”, un fantasma que huía tan pronto como se le intentaba coger.
–Pero los escritores formaban así el sector más inquieto del tercer estado, y se les oía despotricar contra los privilegios incluso en sus palacios.
Cuando el lenguaje de Diderot y de Rousseau se difundió en la lengua vulgar, “la falsa sensibilidad que impera en los libros de estos escritores” contagió a los administradores del Estado, con lo que el estilo administrativo francés, muy seco, se hizo “melifluo y casi tierno”.
En España, fuera del Estado, hay unos tres mil compradores de libros, como sabe cualquier aficionado a la edición. España, pues, no es una nación literaria, y, sin embargo, nuestros escritores, o así se firman, encabezan todos los manifiestos, convirtiéndose en los únicos políticos de la época, puesto que, si otros ejercen el gobierno, la autoridad sólo la tienen ellos.
–No obstante –anota, con sorna, Tocqueville– conservábamos una libertad en medio de la ruina de todas las demás: podíamos filosofar casi sin temor sobre los derechos primordiales del género humano.