Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Si una recua de jumentos cocea una charla política de Ortega Lara y nadie dice nada, es que a Ortega Lara lo ha cogido el toro bizco de la memoria histórica. ¿Quién nos lo iba a decir en aquellas caminatas, por la orilla del Vena, al Instituto Conde Diego Porcelos en Burgos?
El silencio elocuente es esa admirable virtud cultivada por las actrices francesas de la época de Santayana y, desde luego, por la partidocracia española de la nuestra.
Primero fue una dama pepera de acrisoladas virtudes, Elvira Rodríguez, preguntando en TV con grandes aspavientos que a quién representaba Ortega Lara, muy convencida de representar a alguien ella. Y luego, silencio. Por no hablar, no habla ni Villegas, el Regenerador, que ahora, con la semana savaterina que lleva, debe de estar en el garaje metiéndose entre pecho y espalda la “Ética para Amador”, libro sagrado que, como ocurre con “El Capital”, es menester para leerlo entero “abandonar toda ocupación profesional”.
Con Ortega Lara, igual que con Calvo-Sotelo, los comisarios de la memoria histórica tratan de ocultar, más que el crimen, del que nunca se arrepintieron, el error.
En Logroño cometen la humorada de cambiar por la de Leopoldo Calvo-Sotelo la calle de José Calvo-Sotelo, “un hombre de la Dictadura”, argumentan, cuando no hay que ser un cormorán de biblioteca para acceder al libro “Los hombres de la Dictadura” del comunista Joaquín Maurín, que en 1930 presenta como “los hombres auténticos de la Dictadura” a Sánchez Guerra, Cambó, Pablo Iglesias, Largo Caballero, Lerroux y Melquiades Álvarez.
Mantener vivo a un hombre en un agujero de 2 x 3 x 1,80 durante 532 días podrá conceptuarse como un logro científico de la izquierda española en su lucha por el I+D, pero en el “boom” del buenismo constituye un error político que por el bien de la socialdemocracia se debe ocultar.
Como las sirenas de Kafka, el socialdemócrata posee un arma más terrible aún que su canto, y es su silencio.