Vicente Llorca
We don't need no education
We don't need no thought controll
(…) Teachers leave those kids alone
Hey! Teacher! Leave the kids alone!
Pink Floyd
A uno, los días que tenía que cruzar el campamento rasta de la Puerta del Sol, los lemas de las lonas y cartones le producían más bien irritación. No por lo que decían, entiéndase, sino más bien porque no decían nada.
“Si uno de mis alumnos me escribe la patochada esta de los sueños y el sistema le suspendo hasta septiembre”, pensaba yo. Y si me hubiera preguntado la razón, le hubiera contestado: “Ramplonería flagrante. Y eso, sin contar los acentos…”
El otro hubiera tenido que acudir a Google para ver qué era eso de la ramplonería –“flagrante” no sale–, pero como no me lo ha escrito nadie no he tenido que aclararlo. ( Si me pone que “Debajo de los adoquines están nuestros sueños” le apruebo con nota. Revela lecturas y capacidad para citar a alguien distinto de Elvira Lindo. Tampoco lo ha escrito nadie, demonios).
Días después la visión reiterada de la literatura cripto-adolescente me trajo a la memoria, no sabía por qué, el lejano recuerdo de Mariano, un pintor tardo-expresionista que siempre se quedaba hasta las últimas rondas y que nunca pagó ninguna. La especialidad de Mariano era la de de decir siempre: “No, hombre, no. Todavía no nos vamos. Aún nos falta la penúltima”. Ronda que condescendientemente accedíamos a libar, hasta que a la hora de cerrar nos dábamos cuenta de que aquélla tampoco la pagaba el artista.
Luego, supe por qué me acordaba de Mariano –al que por otro lado curiosamente dejamos de ver a raíz de dejar en su cuenta todos los gin-tonic que habíamos tomado en el café Central una noche que entró un poco despistado.
Los lemas del campamento eco-lírico lo proclamaban, abiertamente: “Esta crisis no la pagamos”, decían varios. Otro, como si le hubieran cobrado de más: “No es una crisis, es una estafa”. (En Barcelona habían rotulado: “No pagarem la seva crisis”, lo cual era francamente más preocupante todavía). Y otro, sin metáforas, escribía: “No podré jubilarme nunca”. Lo cual expresaba -sin tildes en ninguna pancarta- el viejo deseo hispánico de tomar aún la penúltima, y que pague otro, que siempre nos pillaban a los mismos. Eso sin contar con el sueño, que hubiera enloquecido –más– a los Deleuze y Guattari del Paris del 68, de llegar por fin a la jubilación, culmen notable de la tradición de la filosofía del deseo europea.
Peor ha sido, semanas más tarde, cuando me he encontrado, de camino a la librería del Círculo, con una manifestación de profesores indignados. Las razones de la indignación de ese día se me escapaban por completo. Porque si el gremio había asistido en total mutismo y aquiescencia durante años a la ruina de la enseñanza media en España, no comprendía por qué se vestían de verde y coreaban canciones contra el capitalismo esa tarde del mes de septiembre -tan luminosa por otra parte.
Los lemas no eran más líricos. También hablaban de dinero. (“Que la educación pública nos la paguen los capitalistas”). Y repetían el pronombre “todos” de manera notoriamente pertinaz. “La escuela pública es de todos”. “Excelencia para todos”. O “Escuela pública de todos para todos”, en una apoteosis de la todedad.
Cuando días después vi una fotografía de la manifestación que habían organizado frente a un Instituto madrileño, designado para el bachillerato de la excelencia, con su aversión al mismo, bajo el lema de “Excelencia para todos” -o sea, que se fastidie la Comunidad de Madrid- me vino a la memoria otra cita.
Esta vez no era un pintor calco-expresionista sino una película de cine negro, de los años 50, cuyo nombre no recuerdo, pero que se situaba en los bajos de un Chicago mitológico.
En un sótano de la ciudad se reunían los miembros de un gang para discutir los términos de una proposición que no podían rechazar. Entonces uno de ellos, el más joven, le advertía al capo de las argucias del acuerdo, revelando así que toda su estrategia era un engaño.
El capo asentía. Después, se levantaba y le descerrajaba tres tiros al joven. Los demás callaban. Mientras recogía los casquillos y se limpiaba la mano con un pañuelo, el capo les decía, sin dirigirse a nadie en particular:
-Me revientan los listos.
Lo que no sé es por qué me acordé de la escena. Ni de si las pancartas de los profes llevaban tildes, ahora que caigo.