Pepe Cerdá
Cuando Leonardo escribió aquello de que la pintura es “cosa mentale” seguro que no imaginó las vueltas que a esta frase se le iba a dar en los siglos siguientes a su muerte. Seguro que de haber sido consciente de la gravedad de la afirmación la hubiese matizado más: hubiese dicho, quiero pensar yo, que sí, que es cosa” mentale” pero aún más “sensuale”. Que si sólo es “sensuale”, no sirve, que si sólo es “mentale”, tampoco. Que el pensamiento sin acción lleva a la locura; que la acción sin pensamiento a la estupidez. Que del mismo modo que el funabulista se deja llevar por encima del cable con la máxima concentración para que la locura de jugarse la vida no se convierta en un hecho fatal, el pintor se adentra en la grasosa y untuosa inexactitud de la pintura. Que cuanta más loca sea la aventura más cuerdo habrá de estar el aventurero.
Pero esto sólo son especulaciones mías; Leonardo solamente sentenció que la pintura es “cosa mentale”, de lo “sensuale” no dijo nada y esto le sirvió de punto de apoyo, siglos más tarde, a Marcel Duchamp para decir que abandonaba la pintura por ser un asunto meramente “olfativo y retiniano” para concentrarse exclusivamente en la “cosa mentale”.
Pero a mi parecer, Duchamp nunca dejo de ser un pintor, como demuestra su última y secreta obra “el etant donné”, que no es otra cosa, en esencia, que un cuadro renacentista moderno en el que el espectador está obligado a mirarlo, del mismo modo que se escudriña por el ojo de la cerradura, a través de dos agujeros que reproducen el efecto de la perspectiva cónica central de los cuadros clásicos.
Quiero pensar que del mismo modo que sólo se puede estar despierto si se ha dormido antes, sólo la pintura puede ser “mentale” cuando es “sensuale” y al revés.
A la pintura le pasa como al tiempo, el sabio Agustín de Hipona sentenció al respecto:
-Me preguntáis qué cosa es el tiempo. Si lo pienso no lo sé, más si no lo pienso lo sé.
Lo mismo ocurre con la pintura: yo no sé decir qué cosa es si se me pregunta; ahora bien, si no se me pregunta, lo sé perfectamente. Pocas cosas hay más evidentes para los ojos de un pintor que la pintura misma, del mismo modo que evidente es el paso del tiempo. Podríamos decir también del tiempo que es “cosa mentale”, y cierto sería, pero no sería menos cierto decir que el paso del tiempo se siente en la carne y que la medida del mismo, más que los minutos, los segundos y las horas, es la profunda angustia vital que su transcurrir nos provoca.
El asunto es, a mi parecer, que el ser humano cree saber cosas que en realidad las siente; y cree sentir cosas que en realidad las sabe. Que el ser humano, esencialmente, no es sino un mono confundido y erecto que gusta de complicar lo sencillo y simplificar lo complejo.
Mi amigo el profesor y escritor Carlos Castán me contó que uno de sus alumnos de sus clases de Filosofía en un instituto de Huesca, un día, en plena explicación sobre los sofistas le espetó con un marcado acento rural de la parte de Huesca:
-Eso da filosofía non vale más que pa matate a cabeza.
Y mi amigo Carlos no pudo quitarle la razón a su alumno.
Cuando Leonardo escribió aquello de que la pintura es “cosa mentale” seguro que no imaginó las vueltas que a esta frase se le iba a dar en los siglos siguientes a su muerte. Seguro que de haber sido consciente de la gravedad de la afirmación la hubiese matizado más: hubiese dicho, quiero pensar yo, que sí, que es cosa” mentale” pero aún más “sensuale”. Que si sólo es “sensuale”, no sirve, que si sólo es “mentale”, tampoco. Que el pensamiento sin acción lleva a la locura; que la acción sin pensamiento a la estupidez. Que del mismo modo que el funabulista se deja llevar por encima del cable con la máxima concentración para que la locura de jugarse la vida no se convierta en un hecho fatal, el pintor se adentra en la grasosa y untuosa inexactitud de la pintura. Que cuanta más loca sea la aventura más cuerdo habrá de estar el aventurero.
Pero esto sólo son especulaciones mías; Leonardo solamente sentenció que la pintura es “cosa mentale”, de lo “sensuale” no dijo nada y esto le sirvió de punto de apoyo, siglos más tarde, a Marcel Duchamp para decir que abandonaba la pintura por ser un asunto meramente “olfativo y retiniano” para concentrarse exclusivamente en la “cosa mentale”.
Pero a mi parecer, Duchamp nunca dejo de ser un pintor, como demuestra su última y secreta obra “el etant donné”, que no es otra cosa, en esencia, que un cuadro renacentista moderno en el que el espectador está obligado a mirarlo, del mismo modo que se escudriña por el ojo de la cerradura, a través de dos agujeros que reproducen el efecto de la perspectiva cónica central de los cuadros clásicos.
Quiero pensar que del mismo modo que sólo se puede estar despierto si se ha dormido antes, sólo la pintura puede ser “mentale” cuando es “sensuale” y al revés.
A la pintura le pasa como al tiempo, el sabio Agustín de Hipona sentenció al respecto:
-Me preguntáis qué cosa es el tiempo. Si lo pienso no lo sé, más si no lo pienso lo sé.
Lo mismo ocurre con la pintura: yo no sé decir qué cosa es si se me pregunta; ahora bien, si no se me pregunta, lo sé perfectamente. Pocas cosas hay más evidentes para los ojos de un pintor que la pintura misma, del mismo modo que evidente es el paso del tiempo. Podríamos decir también del tiempo que es “cosa mentale”, y cierto sería, pero no sería menos cierto decir que el paso del tiempo se siente en la carne y que la medida del mismo, más que los minutos, los segundos y las horas, es la profunda angustia vital que su transcurrir nos provoca.
El asunto es, a mi parecer, que el ser humano cree saber cosas que en realidad las siente; y cree sentir cosas que en realidad las sabe. Que el ser humano, esencialmente, no es sino un mono confundido y erecto que gusta de complicar lo sencillo y simplificar lo complejo.
Mi amigo el profesor y escritor Carlos Castán me contó que uno de sus alumnos de sus clases de Filosofía en un instituto de Huesca, un día, en plena explicación sobre los sofistas le espetó con un marcado acento rural de la parte de Huesca:
-Eso da filosofía non vale más que pa matate a cabeza.
Y mi amigo Carlos no pudo quitarle la razón a su alumno.