Jorge Bustos
La cosa iba de gaviotas ayer. Esas bestias coprófagas que sólo se le antojan más dignas que las palomas a un desavisado madrileño, debido a que no convive con el mar. Hasta que empieza a convivir con las gaviotas y rectifica sabiamente su juicio. Como una premonición, me despertó el graznido de una gaviota desde el alféizar, y se me ocurrió entonces que no era una mala forma de despertarse salvo para Rubalcaba, habida cuenta del palmípedo que simboliza al partido que lo desalojará del poder y dando por supuesto que Rubalcaba duerma, lo cual no está nada claro. Como mucho, sólo duerme Alfredo.
Embarqué a las once en el catamarán Pirata de Cíes, pomposo título que no convencería a Jack Sparrow y ni siquiera desvelaría a Ramoncín, azote de manteros. Soplaba un viento fuerte y templado que picaba el mar y bamboleaba la cubierta -¿por qué se llamará cubierta a la parte precisamente descubierta de los barcos?-, pero los pasajeros tuvieron el buen gusto de no vomitar a bordo. La proa cortaba las serpenteantes dunas del Atlántico rumbo a un destino en el que tenía depositadas fundadas expectativas. La primera vez que oí hablar de ellas fue en una canción de Siniestro Total titulada “Matar hippies en las Cíes”, exponente de esa macabra socarronería que me aficionó de chaval al mítico grupo punk gallego. La segunda vez me las recomendó una estudiante riojana que conocí en Salamanca y que me aseguró que había pocos sitios equiparables en España. Si lo decía ella, con esos ojos jaspeados, sería verdad. Se tarda en llegar desde el puerto de Vigo lo mismo, minuto arriba minuto abajo, que tarda el catamarán yanqui en llevarte a Staten Island desde la punta sur de Manhattan.
Al desembarcar, y a pesar de los turistas, uno ya descubre de golpe la razón para tan unánime elogio. Tropiezas directamente con la playa de Rodas, cuyo nombre evoca perfecciones mitológicas y que persuadió al periódico The Guardian -no confundir con el News of the World- para proclamarla definitivamente “la mejor playa del mundo”. Y mira que hay. Bueno, pues muy bien podría serlo. Imaginen ustedes la playa perfecta: ¿qué le pondrían? Arena blanca, agua cobalto, apenas humanos, temperatura tibia, vegetación a prueba de pelotazo inmobiliario y un marco de montañas verdes que convierten la foto de un turista en el retrato de un expedicionario en tiempos del capitán Cook.
Pero buscaba la mejor panorámica insular, así que decidí subir hasta el faro. Es una marcha gratísima de tres kilómetros, con unos repechos finales pelín asfixiantes. Los helechos van alfombrando las márgenes silvestres del sendero, sombrío bajo los olorosos eucaliptos y los recios pinos. Antes de coronar vale la pena desviarse a la Pedra da Campá, un mirador rocoso asomándose a un acantilado ferozmente escarpado que las gaviotas usan de atrezzo en su aéreo teatro de vertiginosos zigzags. El piloto que considera haber ejecutado el picado más meritorio reclama su reconocimiento con un concierto de chillidos que primero nos hace gracia y luego empieza a desquiciarnos. Las gaviotas gimotean como bebés hiperactivos y graznan guturalmente como velocirraptores alados. No me explico cómo Fraga las eligió como símbolo del PP, si es que fue Fraga. Escribo desde la cima del faro y no soporto más sus chillidos. Me voy antes de que me ponga a perseguirlas con una rosa en el puño y luego lo filtre a El País.