Escribió Ruano que Santander es el lugar por donde Castilla se asoma al mar, y en esa frase alienta la afirmación de un carácter: el temple conservador, hidalgo, resueltamente acomodado que adorna a la ciudad del Septentrión, que es una ciudad con la camisa metida por dentro, como Dios manda. La capital cántabra se nos antoja la gran terraza de un restaurante caro del Barrio de Salamanca, a la que le han puesto una bahía sólo después, como para hacer juego con el cuidado urbanismo santanderino y su gente bien.
¿Que están en fiestas? Sí, pero olvídense del salvajismo sanferminero. La Semana Grande de Santander es además invento reciente de sus políticos, que quisieron aderezar la fiesta taurina de los patronos con las casetas gastronómicas y un programa de conciertos y movida en general a imitación del festejo pamplonés, sólo que cambiando el rojo del pañuelico por el azul cantábrico y a los australianos rupestres por madrileños ansiosos de mar para quienes la palabra vacaciones evoca pronto la amplitud y la blancura de la playa del Sardinero. Mucho acento de Madrid oí el sábado noche en la Plaza del Cañadío, ligadero oficial donde no cabía un alfiler -aunque sí otro cubata-, o en la calle del Río de la Pila, más alternativa, de trasnochadores más maduros. Antes se cena en las casetas de la bullente Plaza de Pombo -que los santanderinos mayores de 30 siguen llamando de José Antonio-, donde acceder a un pincho de anchoas sin acreditar un juego de codos a lo Fernando Redondo es pasión abocada a la melancolía. Aparte de al hambre.
En Santander, lo diré, hay unas chavalas que sólo con mirarlas quitan la resaca hasta del día siguiente. Me llevó veinte minutos de oteo descubrir a la primera tía fea. Por si fuera poco, a ninguna entre los 18 y los 40 se le ocurre salir de noche sin encaramarse a unos tacones anticonstitucionales. La cosa resulta bastante abusiva, oigan.
Por la tarde había estado en los toros con José Ramón Márquez, crítico de estilo con vida de aficionado que niega a José Tomás el unánime pasmo de la opinión pública. Arguye que el de Galapagar ya no es el que era al principio, el que se cruzaba con el toro, sino un derroche de márketing que esconde su mayor prudencia con la cosmética del hieratismo. Por eso le llama el Pétreo, el Ciprés, el Resucitado de Aguascalientes y otros malignos apelativos que a uno le divierten tanto -sin más- por lo que tienen de insolencia frente a lo hegemónico. Uno no entiende de toros lo que quisiera y se sigue admirando de la fabulosa precisión y el colorido lenguaje que vehicula esta afición idiosincrásica: “¡qué fijeza!”, “eso es casta”, “no humilla” y demás códigos con los que enseguida entablan su comercio de filias y fobias los vecinos de tendido. La plaza de Santander, por cierto, es una monada, pintadita como un códice y con unas escaleras de madera como de casa solariega. Se llenó para ver una novillada fiera que divirtió al respetable a costa de los pobres novilleros, uno de los cuales entró en el ruedo con un orificio anal y salió de él con dos...
La Gaceta