Jorge Bustos
No pasa precisamente Torrelavega por destino turístico de Cantabria, antes bien es ciudad industrial con apenas un agradable casco peatonalizado y una amplia plaza porticada junto a la iglesia. Aquí el chonismo resulta indubitable e incluso -cosa aberrante en Santander- he topado con más de un tío presentando brillante aparatoso en el lóbulo auricular, cual émulo de Garitano o Martín el del Pin si lo prefieren. Pero Torrelavega tiene algo que no tienen otras, y es su feria de ganado vacuno de los miércoles.
Los tragaluces en la cubierta de la gigantesca nave iluminan la gran cuadrícula de unos establos coyunturales asfaltados con follaje y ocupados por vacas de todas las edades, tamaños, color político y capacidad pulmonar para el mugido impaciente. Es un inmenso mercadillo donde en vez de pulseritas te ofrecen vacas, que por cierto es de donde salen mayormente las pulseritas. Los compradores regatean con los ganaderos en mitad de un concierto de mugidos que a uno le ponían de mucho mejor humor que los gorgoritos de Ana Torroja que llevaba el busero a todo trapo. El olor es fuerte, digamos que como para apoyarse en él y no caerse, pero la pituitaria desiste de la queja a los diez minutos.
Me acerqué a un redil de terneritas que mugían como si se lo fuesen a prohibir. Aquello parecía un spot de Norit a lo bestia. No recuerdo qué escritor disertó sobre la calidad humana de la faz vacuna, pero es una verdad: sus ojos miran cándidos, como los de un becario. Metí la mano entre los barrotes para acariciar el testuz de una preciosa vaquita castaña que se retiró aterrada de golpe, pisoteando a su pobre hermana que pacía inocentemente detrás de ella. Probé a acariciar a otras, pero nada. Al ir a tocarlas se retraían flechadas como niñas pijas en discoteca de moda. No tengo suerte con el tema últimamente, qué se la va a hacer. Lo cierto es que al mirarlas, tan tiernas, se le hacía a uno la boca agua...
Entonces uno de los pastores descorrió un cerrojo y una estampida de miniaturísticos bóvidos -de raza frisona, según me informé- enfiló al trote el pasillo central donde me hallaba, como en una suerte de San Fermín inofensivo y bufo. De hecho, al llegar a mi altura dejaban educadamente de correr y se quedaban quietas hasta que yo me apartara, lo que hice rápidamente para no cabrear a los ganaderos, cuyas largas varas me preocupaban bastante más que los inexistentes pitones de la ternerada. Hay que decir, sin embargo, que en mi experiencia de este verano los ganaderos de feria acreditan mejor carácter que los marineros de lonja. En cuanto supieron que era periodista, se prestaron a iniciarme en la ciencia vacuna con esa socarronería sabia del agro, sanchopancesca, que los tontos de ciudad confunden con simpleza. Por ejemplo: la raza que lo peta aquí es la tudanca, autóctona de Cantabria. Viene a ser como el Infiniti de las vacas. Una tudanca es la vaca que se compraría Ric Costa, por tanto. Con un mes te salen por 100 euritos de nada; y ya crecida, vaca hecha y derecha, entre los 250 y los 350. Al alejarme de allí, con los bajos del pantalón completamente estercolizados, me despidieron: “Escribe bien de esto, ¿eh?”
¿Y cómo no escribir bien de seres tan inocentes y sabrosos?
(La Gaceta)
No pasa precisamente Torrelavega por destino turístico de Cantabria, antes bien es ciudad industrial con apenas un agradable casco peatonalizado y una amplia plaza porticada junto a la iglesia. Aquí el chonismo resulta indubitable e incluso -cosa aberrante en Santander- he topado con más de un tío presentando brillante aparatoso en el lóbulo auricular, cual émulo de Garitano o Martín el del Pin si lo prefieren. Pero Torrelavega tiene algo que no tienen otras, y es su feria de ganado vacuno de los miércoles.
Los tragaluces en la cubierta de la gigantesca nave iluminan la gran cuadrícula de unos establos coyunturales asfaltados con follaje y ocupados por vacas de todas las edades, tamaños, color político y capacidad pulmonar para el mugido impaciente. Es un inmenso mercadillo donde en vez de pulseritas te ofrecen vacas, que por cierto es de donde salen mayormente las pulseritas. Los compradores regatean con los ganaderos en mitad de un concierto de mugidos que a uno le ponían de mucho mejor humor que los gorgoritos de Ana Torroja que llevaba el busero a todo trapo. El olor es fuerte, digamos que como para apoyarse en él y no caerse, pero la pituitaria desiste de la queja a los diez minutos.
Me acerqué a un redil de terneritas que mugían como si se lo fuesen a prohibir. Aquello parecía un spot de Norit a lo bestia. No recuerdo qué escritor disertó sobre la calidad humana de la faz vacuna, pero es una verdad: sus ojos miran cándidos, como los de un becario. Metí la mano entre los barrotes para acariciar el testuz de una preciosa vaquita castaña que se retiró aterrada de golpe, pisoteando a su pobre hermana que pacía inocentemente detrás de ella. Probé a acariciar a otras, pero nada. Al ir a tocarlas se retraían flechadas como niñas pijas en discoteca de moda. No tengo suerte con el tema últimamente, qué se la va a hacer. Lo cierto es que al mirarlas, tan tiernas, se le hacía a uno la boca agua...
Entonces uno de los pastores descorrió un cerrojo y una estampida de miniaturísticos bóvidos -de raza frisona, según me informé- enfiló al trote el pasillo central donde me hallaba, como en una suerte de San Fermín inofensivo y bufo. De hecho, al llegar a mi altura dejaban educadamente de correr y se quedaban quietas hasta que yo me apartara, lo que hice rápidamente para no cabrear a los ganaderos, cuyas largas varas me preocupaban bastante más que los inexistentes pitones de la ternerada. Hay que decir, sin embargo, que en mi experiencia de este verano los ganaderos de feria acreditan mejor carácter que los marineros de lonja. En cuanto supieron que era periodista, se prestaron a iniciarme en la ciencia vacuna con esa socarronería sabia del agro, sanchopancesca, que los tontos de ciudad confunden con simpleza. Por ejemplo: la raza que lo peta aquí es la tudanca, autóctona de Cantabria. Viene a ser como el Infiniti de las vacas. Una tudanca es la vaca que se compraría Ric Costa, por tanto. Con un mes te salen por 100 euritos de nada; y ya crecida, vaca hecha y derecha, entre los 250 y los 350. Al alejarme de allí, con los bajos del pantalón completamente estercolizados, me despidieron: “Escribe bien de esto, ¿eh?”
¿Y cómo no escribir bien de seres tan inocentes y sabrosos?
(La Gaceta)