“A la una y media de la mañana, 30 ó 40 piezas de artillería con fusilería se dispararon contra nosotros. No pudimos avanzar y casi todos fuimos heridos o muertos...”. Quien así resumía lo acaecido en el puerto de Santa Cruz el 25 de julio de 1797 es el tipo subido a la columna de Trafalgar Square, en Londres: un tal Horacio Nelson. Quiso conquistar Canarias pero topó con cuarto y mitad de esa mala leche española que tanto encampana a Pérez-Reverte. El cañón Tigre, dispuesto en batería junto a otros que a base de jarabe de plomo defendían la capital tinerfeña, segó el brazo del ilustre marino inglés y los hijos de la pérfida Albión renunciaron para siempre a plantar la Union Jack en nuestra volcánica tierra de sol y plátanos.
Santa Cruz de Tenerife no puede ocultar su condición de plaza estratégica. En su capitanía pasó Franco la víspera del 18 de julio, operación que había diseñado previamente al pie del Teide, en Las Raíces. El ángel alado de Ávalos, con esa vocación de magnificencia forzosa que caracteriza al arte falangista, celebra la victoria al comienzo de la rambla, que se llamaba del General Franco antes de que viniera Zapatero a culminar heroicamente la epopeya antifranquista a golpe de modificación del callejero. La flanquean los rojísimos flamboyanes y algunos edificios que atestiguan el esplendor colonial. Pero Santa Cruz es ya una capital peninsular más, con su tráfico, sus señoras con tacones cargadas de bolsas provisionadas en algún chiringo de Amancio Ortega, sus oficinas y sus sedes institucionales. Tiene plazas y parques agradablemente ajardinados y alguna curiosidad, como la casa más representativa de la masonería que queda en España -si excluimos La Moncloa, me apostillará alguno-, una simulación de templo clásico semirruinoso con sus esfinges egipcias y el ojo del Gran Arquitecto en el frontispicio, y no nos referimos a Calatrava precisamente.
La Laguna es otra cosa: un armónico maridaje entre Toledo, Salamanca, La Habana y el Far West, y vamos por partes. Toledo, porque fue la primera capital canaria y la arquitectura conserva todo su prestigioso anacronismo. Salamanca por esa admirable combinación de población estudiantil y urbanismo antiguo que constituyen la ginebra y la tónica del cóctel ciudadano perfecto. La Habana por el pintoresquismo de sus fachadas coloristas. Y el Far West porque uno pasea por La Carrera o Herradores, a través de bloques alineados pero heterogéneos, sin aceras y sin alturas, y echa de menos una diligencia pintona y un Winchester por si acaso. En el modesto trazado de La Laguna encaja la medida de lo humano. El tiempo anda estancado en el siglo XVIII. Es el lugar donde uno rodaría La misión II y compraría batatas con maravedíes.
La Gaceta