Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La experiencia enseña que la libertad de expresión excluye a la libertad de pensamiento y que la libertad de pensamiento excluye a la libertad de expresión.
La base racional de la libertad de expresión es la creencia ilustrada en que la libertad de discusión conduce a la victoria de la opinión más acertada.
–El Congreso no aprobará ninguna ley… que constriña la libertad de expresión –dice la primera enmienda de la Constitución americana.
Sus paladines fueron los republicanos, tildados de “democ-ratas”, “monoc-ratas” y “otros tipos de ratas” por los federalistas, para quienes la libertad de expresión significaba sólo ausencia de censura previa, pero no protegía de las consecuencias. Hamilton era federalista, y, sin embargo, defendía que la averiguación de la verdad era fundamental para determinar “la injuria”, pues si la libertad de expresión no servía para la averiguación de la verdad, ¿para qué servía?
Así era el debate sobre la libertad de expresión en la democracia americana… ¡del XVIII! En la partidocracia española del XXI, lo que tenemos sobre la libertad de expresión es un postureo roñoso (“roña de siglos y ambición de raza”) de Zapatas y Pedraces, alcaldes y fiscales, agitadores y propagandistas, cómicos y tertulianos, arbitristas todos, con ex jueces que definen la profanación como libertad de expresión y con fiscales que persiguen un tuit como delito, mientras sólo la sedición, como el malvado del Eclesiastés, florece como el verde laurel.
En el libro de teoría política más original escrito en España en medio siglo, Trevijano pule un sarcasmo volteriano que hacen suyo los liberales de salón:
–No creo en lo que usted dice, pero daría mi vida para que pudiera decirlo libremente.
A lo que Voltaire añadió: “Creo en la libertad de pensamiento, ¡pero muera quien no piense como yo!”. Corolario que omiten (ignoran) esos liberales para poder lanzar la gran bobada socialdemócrata:
–Mi libertad acaba donde la de los demás empieza.
Junio, 2015