Orlando Luis Pardo Lazo
¿Qué hacemos todos a estas alturas aquí?
Tantas veces me despedí de La Habana en La Habana que, a la hora de despedirnos de verdad, en la mañanita del martes 5 de marzo de 2013, ya no hacía falta decirnos nada. Tunturuntun, coge tú por tu lado que yo cogeré por el mío. Defiéndete tú y déjame a mí, que yo me defiendo como pueda. Nadie quiere a nadie, se acabó el querer.
Sólo por eso ya no estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber, puesto que ni lo entiendo ni tampoco tengo ánimos con que realizarlo. Sólo por eso he sido capaz de impedir a tiempo mi regreso a La Habana, más allá de nostalgias y de la perdedera de tiempo atroz que significa insistir en un exilio que no existe.
Fui el último en salir y, para colmo, hasta se me olvidó la onerosa oportunidad de apagar El Morro. Porque lo cierto es que, de La Habana, lo que se dice La Habana como concepto más que ciudad, todos los habaneros en cuerpo y alma ya se habían largado cuando Orlando Luis Pardo Lazo se largó: mitad por inercia y mitad por idiotez.
Allí no me quedaba nadie. Ni nada. Ni un objeto arqueológico de valor de abuso para mostrarle a los cubanólogos del exterior: algo así como “miren, miren, en La Habana también se editan libritos” o “miren, miren, soy un cubano perfectamente bien articulado, un tipo atípico de vocales y consonantes tomar”.
Los años finales de la Revolución constituyeron un genocidio cultural. Y fíjense que no digo dictadura ni tiranía ni totalitarismo ni satrapía ni la cabeza de un guajiro. Revolución, ¿y qué? ¡Revolución y bien! Revolución, divino tesoro, no te vayas para que no tengas nunca a dónde volver. Ningún pueblo merece perder su libertad dos veces.
Desde los años iniciales, la Revolución Cubana fue ante todo una hecatombe migratoria, una hégira sin Profetapóstol cuya Meca milagrosa está en un mall de Miami, el holocastro de los consumidores cobardes en pleno happy-hour de un Titanic en trance de Mar Caribe. Archipiélago Cubag.
Ustedes nos abandonaron primero. Entonces, nosotros los abandonamos a ellos. La Habana como trampolín transgeneracional, como tablita traumatizada de salvación. Tin Mariel de dos pingüé: cucarachas con máscara, títere son. Fueron, fuimos. Nos fuimos, nos fueron.
Ésa es la génesis y la gnoseología del Hombre Nuevo. Ernesto Ché Guevara se quedó cortico, comparado con lo que los cubanos nos hicimos a los cubanos. Insolidaridad insular, insulsa al punto de lo insultante. Tanto lío con la libertad ni la libertad. Tanto lío con la democracia y, total, ¿para qué? Maldito sea tu nombre, democracia.
En los años cero, mi urbe natal se me hizo de pronto un escenario de escarnio. Una ubre reseca, sin nata, estéril incluso de esterilidad. Un manicomio para fantasmas. Con todos los recuerdos fermentándose adentro, como un cáncer cómplice de lesa castricidad.
La Habana como podridero, cubanos que me escuchan, como moridero. En cualquier caso, un páramo impotable, imposible de recuperar para las futuras generaciones de nadies. No me jodan: qué Habana de qué Habana de qué.
Un infierno doméstico, irreconocible en su mismidad. La tristeza terminal de no ser más que unos okupas cualquiera: cadáveres inciviles, claustrofóbicos de remate, resabiando entre las ruinas y las resurrecciones de nuestra ciudad capital, decapitada. Disimulando indecentemente la depresión y la neurosis, causadas por culpa de nuestra carencia crónica de capital, de capitalismo.
No fue fácil. Fuimos felices allí, con una felicidad en fuga hacia todas partes. Ser 0% cubanos, ceros humanos. No pudimos ser diferentes, no nos dejaron. La vida que perdimos en La Habana, igual la hubiéramos perdido en cualquier otra parte.
Tengo algo que confesarles sobre la última de mis Habanas: todo es mentira, todo es mediocre, todo es miedo, todo es maldad.
Y también tengo algo que implorarles en nombre del habanero anónimo, anatemizado por la prensa y la academia euronorteamericana, tal como la izquierda internacional nos ha estigmatizado a todos los desaparecidos cubanos, de una punta a otra de la utopía tupida planetaria:
―No vuelvan a La Habana.
Nunca, nadie.
Ni jugando. Ni para coger impulso. Ni carajo.
La Habana de verdad no se merecería ese vil velorio vernáculo. Ni siquiera de parte de nosotros, sus pródigos bastardos. Y nojotro ―como diríamos si estuviéramos allá, en casa―, los huérfanos de verdad de La Habana, lo menos que nos merecemos después de tanta pérdida y tanta impiedad, es enterrarnos de por vida en un exilio deshabitado.
Deshabanizado.
―No volvamos a La Habana.
Déjenla que se hunda sola: octosílabos del horror. No la humillemos con nuestras huellas sobre sus huellas, como en un bendito bolero de la barbarie.
Tantas veces me resistí a despedirme de La Habana en La Habana que, a la hora de despedirnos de verdad, en la mañanita del martes 5 de marzo de 2013, aún no nos habíamos dicho nada.