Tiene guasa celebrar San Valentín en el país de Don Juan, “este nardo español cuya carcajada rueda por nuestras calles”, como lo retrataban los viejos columnistas, de afanes delgado, morisco el rostro, en vela de desvelos el sentimiento, cruzando la gran plaza española con la llave del amor en su mano...
¿Amor?
Acudamos a la franqueza plástica de Juan Soriano:
–¡Cuántas ganas tienen los jóvenes de hacer el amor! Pero después no quieren reconocer que eso sólo consiste en darse panzazos en la oscuridad.
Jóvenes y “jóvenas” ignoran que el sexo es el cerebro de los instintos, cosa que dijo André Suarés, que dijo muchas cosas buenas –las buenas frases son la verdad en números redondos–, como aquélla de que el quijotismo es el delirio de la justicia, y eso que no conoció la Audiencia Nacional.
Sobre el sexo como cerebro de los instintos elaboró un moralista español sus reflexiones ante una hoja de parra. La primera, el niño y la niña balzacianos que contemplan en una pintura a Adán y a Eva desnudos en el paraíso; la niña le pregunta al niño cuál es Adán y cuál es Eva, y el niño le contesta: “No lo sé, porque están desnudos”.
–El sexo según Suarés es la afirmación de la vida como razón, y al intelectualizar la vida de ese modo se da la razón de ser de la muerte.
Para nuestro moralista, la definición de Suarés invalida por completo “esa tópica monserga de la ‘represión sexual’ con que nos vienen fastidiando los falsos psiquiatras y pedagogos”, que, con el pretexto de desacralizar el misterio divino del sexo, lo abstraen en una fórmula vacía como un sepulcro en el que funden, antes de nacida, la maravillosa imaginación infantil: matan en el niño su conocimiento poético de la vida que está empezando a vivir como un juego, mientras su razón no se lo impida; le arrancan la piel ilusoria del erotismo instintivo, y con ella, toda posibilidad de verdadero amor; como si lo desollasen vivo.
–Los tópicos seudocientíficos de todo eso que se dice “educación sexual” matan la niñez, precipitando su madurez en corrupción anticipada: haciendo al niño hombre antes de tiempo, por forzar el tiempo, por robárselo desde fuera, como si explicándole racionalmente a un niño el “mecanismo de la sexualidad” le libertaran de algo, sin penar que es todo lo contrario... Porque no es el sexo el que debe dominar al amor, sino el amor al sexo... Verdad perogrullesca cada vez más desconocida de la ignorante y corruptora y socialmente peligrosísima pedagogía actual que se llama a sí misma progresista.
(Y remata con unos versos que al oído le dice su duendecito burlón, parodiando a Tirso: “La desvergüenza en España / se ha vuelto pedagogía”.)
Nuestro moralista no es Rouco ni siquiera Martínez Camino. Se llama José Bergamín, y sus reflexiones ante una hoja de parra apenas tienen treinta años.
Febrero, 2010