Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
El pasado 8 de febrero escribía el gran Fernando Arrabal en este mismo periódico un controvertido artículo, “Barba Azul”, en el que hablaba sobre los datos que la historia y la literatura nos han aportado sobre la figura “maldita” de Gilles de Rais, a partir de la lectura del estudio novelado de Gilbert Prouteau. Según el polimático y polihístor Arrabal, la documentación sobre el proceso del aristocrático asesino, compañero incluso de armas y de tienda de la Santa Doncella de Orleáns, según ya nos narró Voltaire, es tan alucinante que puede que sólo sea pura literatura. ¿Puede algo tan infinitamente infame ser real y verdadero? Además, considera que el proceso judicial contra Gilles de Rais fue llevado de modo estalinista –lo llama el primer proceso estalinista–. Sin embargo, yo sí creo, humildemente, en cierta cantidad de asesinatos protosádicos –no la que dice la leyenda, claro, y la tapeinosis hiperbólica del poder– que cometiese aquel aristócrata pervertido, y la misma documentación del proceso nos revela que aquel tribunal no fue en modo alguno un tribunal estalinista –por las actas– ni linchador, si bien sirvió a la Corona. Como todos. Pero ochocientos nombres de niños, con indicación de los nombres de sus padres, es un dato insoslayable. En lo que sí tengo que estar de acuerdo con el genio arrabalesco es en cierta artificiosa multiplicación de los delitos. La obra de Joris Karl Huysmans, Là-bas, tomó en serio el informe al Rey que enviaron los herederos de Gilles de Rais sobre el proceso criminal llevado en Nantes, el cual se encuentra en París entre los extractos de la historia de Carlos VII, de Vallet de Viriville, así como las notas de Armant Guéraut y la biografía del abad Bossard. Todo ello le bastó a Huysmans, a través del sujeto metadiegético que supone el personaje de Durtal, trasunto del propio Huysmans, para elevar la formidable figura de aquel satánico que fue, en el siglo XV, el más artista y el más exquisito, el más cruel y el más malvado de los hombres. Ahora bien, ¿cómo explicar que este hombre que fue un valiente capitán y un buen cristiano, que jamás participó en las borracheras y en las orgías del Rey con mujerzuelas, pudoroso y acérrimo defensor de Juana de Arco, a la que adoraba, se convirtiera en un monstruo cruel? Sus tratos con la Santa de Francia fueron diarios, en cuanto que Carlos le confió la seguridad de la Doncella de Orleans. Está con ella en todas partes, la protege en las batallas, también junto a los muros de París, y en Reims está a su lado el día de la consagración, donde por su valor el Rey lo nombra mariscal de Francia a los veinticuatro años. Vivió al lado de una muchacha extraordinaria cuyas acciones bélicas sólo pudieron explicarse por una intervención divina. Adoró en vida a Juana de Arco como a una santa, y comulgaba con ella antes de las batallas. Nos encontramos entonces en presencia de un muchacho arrojado cuya alma es mitad soldado y mitad monje. Su gran cambio ocurrió precisamente con la cruel e injusta muerte de Juana, a la que llegó a intentar salvar y no pudo. Desesperado por la muerte de la santa en la hog uera, se convirtió primero en un derrochador y dilapidador de su fortuna, hasta tal punto que su propia familia pidió al rey que prohibiera a Gilles vender o enajenar ninguna fortaleza, ningún castillo, ni ninguna tierra. Y el propio Rey, que abandonó tan deliberadamente a Juana de Arco cuando ya no la consideró útil, encontró la ocasión para vengarse de Gilles por los servicios prestados. Cuando necesitaba dinero para sus frecuentes borracheras y equipar sus tropas, no pensaba entonces que el mariscal fuera demasiado pródigo y derrochador. Y ahora que le veía medio arruinado, le reprochaba sus generosidades, se mantenía apartado de él, y no escatimaba reproches ni amenazas. Si ya para Gilles la ingratitud del Rey con Juana le arrancó la confianza en la Corona, privarle el Rey de hacer con sus bienes lo que quisiera lo tomó como la traición a un amigo al que había dado todo. Un Rey indiferente a la suerte de Juana de Arco y que había profanado la lealtad cerrada de Gilles hacia él pudo provocar la locura moral de éste, un espíritu que era ya hiperestésico de por sí. La convivencia con Juana de Arco había estimulado seguramente sus creencias en Dios. Ahora bien, del misticismo exaltado al satanismo exasperado no hay más que un paso. En el más allá todo se toca. Transportó la furia de las oraciones al territorio de las cosas al revés. Era un bibliófilo que llegaba casi a la bibliomanía. Tenía, por ejemplo, preciosos manuscritos de Suetonio, Valerio Máximo y Ovidio encuadernados en cuero rojo con cerradura de plata y llave. ¿Puede convertirse un humanista en un despiadado asesino múltiple? La injusticia del mundo para con él y para con quien tanto quiso puede explicarlo, aunque no justificarlo. Carente de dinero en efectivo, su primera locura le hizo comprar voluminosos grimorios, atanores, crisoles, retortas, cucúrbitas y vasos pelícanos para alcanzar destilar la piedra filosofal, el mercurio, con el que conseguir oro y librarse así de la falta de dinero corriente. No el mercurio vulgar, claro, que para los alquimistas sólo es un esperma metálico abortado, sino el mercurio de los filósofos, llamado también león verde, serpiente, leche de la Virgen, y agua póntica. Todavía existe el castillo de Tiffauges, hoy esqueleto de una fortaleza muerta, en donde ya no brilla el escudo de oro y la heráldica cruz negra y en donde el demoníaco mariscal de Francia, junto a sus amigos Eustache Blanchet, el brujo Prelati y Gilles de Sillé, celebraban aquellos banquetes pantagruélicos regados con espirituosos hipocrás cargados de canela, almendras y almizcle, licores fortísimos salpicados con partículas de oro; bebidas enloquecedoras que fustigaban la lujuria y hacían piafar a los convidados al final de la comida. Comenzó a adorar al diablo para conseguir el oro por los procedimientos de la alquimia, y todavía hoy la leyenda del aristócrata endemoniado recorre La Vendée, y el recuerdo de los niños violados y degollados persiste. Y cada siglo participa en aumentar caprichosamente el número de esos niños violados y degollados, aunque siempre sin perder una base de ochocientos nombres de niños. Porque no había mujeres en el castillo; Gilles parece que rechazó el sexo opuesto en Tiffauges. Después de haber gozado de las ribaldas de los campamentos y haber poseído a las prostitutas de la corte de Carlos VII, el desprecio femenino le asaltó. Persiguió primero a los monaguillos de su capilla, que había escogido más allá de sus tierras, a los pequeños “bellos como ángeles”. Fueron los únicos a quienes amó, los únicos a los que perdonó en sus transportes de asesino. La primera víctima de Gilles fue un niño pequeño cuyo nombre se ignora. Le degolló, le cortó las manos, le arrancó el corazón, le sacó los ojos, y lo llevó a los aposentos del alquimista brujo Prelati. Ambos lo ofrecieron al diablo. Luego vino, entre 1432 y 1440, la desaparición de hasta ochocientos niños, y las páginas de la investigación posterior nos revelan todos los nombres de esas pequeñas víctimas. Al principio, el pueblo asustado, lo atribuía a las hadas malignas; a los genios maléficos que dispersan la prole, pero poco a poco le asaltaron horribles sospechas. En cuanto el mariscal se desplazaba, cuando iba de su fortaleza de Tiffauges al castillo de Champtocé, y de allí al castillo de la Suze o a Nantes, dejaba tras sus pasos desapariciones de niños. Regiones enteras fueron devastadas; la aldea de Tiffauges dejó de tener niños; la Suze carecía de gente menuda masculina; en Champtocé el foso de una torre estaba lleno de cadáveres. El caso es que Gilles confesó espantosos e innumerables holocaustos y sus amigos confirmaron los espeluznantes detalles.
-Me sentía más contento gozando con las torturas, las lágrimas, el espanto y la sangre, que con cualquier otro placer.
¿Y cómo no protegió el alma de su amigo Gilles de Rais desde el cielo Juana?