Estatua de José Martí en Nueva York
Orlando Luis Pardo Lazo
Una noche, en el Instituto Cervantes de Nueva York, una mujer mayor se puso de pie. Era tan bella. Tan anciana. Y se iba a morir tan pronto.
La vejez es odiosa.
Nunca olvido la nota de suicida de Reinaldo Arenas, en el holocausto neoyorkino de 1990: «Me voy sin tener que pasar primero por el insulto de la vejez».
Ese mismo diciembre se mató. Tan bello. Tan joven. Y teniendo que morirse tan pronto.
En otra vida, yo hubiera desnudado a la mujer mayor que se puso de pie. Lo hubiera hecho sin titubear, allí mismo, a la vista de todos. Para envidia de aquella salita repleta del Instituto Cervantes, en el corazón de Manhattan, una noche fría de pre-navidad.
Desnudarla despacio, sin desesperación. Con un deseo delicado, sin desesperación. Exponiendo pétalo a pétalo la lozanía de su piel perfecta, a punto de pudrición.
Luego, vestirla con mis manos. Es la mejor manera de poseer. Vestir a alguien después de hacerle el amor.
Y reírnos entonces de nuestro acto de inmadurez, como escolares caídos de un cuento de infancia. Invitarnos a beber algo, simulando ser adultos o casi, en un bar imaginado siglos antes de que existiera Google Maps.
En cualquier caso, salir de una vez del Instituto Cervantes, mano en mano. Mente en mente. Los dos libres, sin miedos. Es decir, sin mentiras. Es decir, sin memoria de la muerte.
Como locos recién escapados de una institución mental llamada civilización. A recorrer las mismas calles que antes recorrieron otros cubanos. De generación en generación, siempre comparándolas con nuestra otra Manhattan, en otra islita no vertical sino horizontal.
Y, por supuesto, todo este cortejo fúnebre de pavorreales felices sería sólo para terminar deseándonos de nuevo, como perros en celo. Y convocarnos a singar en toda la belleza sin tapujos de esa palabra tan impronunciable en público.
―Quiero singarte, mi amor.
―Mi amor, síngame.
Alquilar un mezzanine a la carrera en el último App de moda en nuestros teléfonos celulares. Un cuchitril del siglo XIX, de no ser mucho pedir. Todavía con las huellas frescas en las paredes y alfombras de alguna tísica tosiendo o algún suicida de soga, salidos sin pedir permiso de la mejor literatura universal traducida al peor cubano.
Meternos en un alquiler al margen de lo contemporáneo. Un ático, por ejemplo, donde todavía no se hubiera inventado la electricidad.
A la vista de un Menlo Park sin Tomás Alba Edison. Asomarnos a las ventanas con escarcha y toparnos con una descripción de los diciembres navideños de O. Henry. Hasta caer rendidos sobre las sábanas pulcras, pero por eso mismo con olor a pobreza. Y hacer y hacer el amor y el amor, a lo largo y estrecho de la madrugada anónima.
Hacerlo como lo hacen las ratas bajo los chisporroteos del metro, con riesgo de que les revienten el cráneo a palos a una, a la otra, o a las dos. Hacerlo como deben de hacerlo los huesitos inhumados en el cementerio, sexo entre seres humanos que nunca coincidieron de pie. Hacerlos como lo harían dos niños huérfanos, con esa intensa e intraicionable inocencia.
En paz. Sin sonidos. Mudos hasta la salida del sol entre los rascacielos intraducibles de Manhattan. New York, New York, ¿por qué no acabas de abandonarnos?
―Únenos ―me dijo la mujer mayor desde el público.
De pie, temblorosa. Regia, hablando en la atalaya de su indetenible decadencia. Biología femenina con multitud de ropas encima. Imposible desvestirla desde mi rol protagónico en el estrado de la literatura cubana contemporánea. Lectoras y lectores, aquí no ha pasado nada. Tendrá que ser en el capítulo de la próxima reencarnación. O acaso ya lo fue, en la novela decimonónica de nuestra existencia anterior.
A su edad, ella aún conservaba intactas sus formas de mujer. Yo sentía deseos por aquella figura formidable que me observaba entre lágrimas. Y temblé también, como vibraban sus extremidades aferradas a un micrófono institucional. Yo no podía desviar la mirada de aquella mirada de hembra que nunca volvería a ver Cuba. Ni La Habana.
Era el lanzamiento de mi libro Del clarín escuchad el silencio. Era el año 2016 y hacía una soledad inconsolable en el alma. En mi caso, el alma es una apretazón a mitad de pómulos, tráquea y esternón. Debe estar en el timo. Debe serlo, un timo.
El silencio de la audiencia me pareció de pronto desconcertante. Creo que sentí un poco de vértigo, mareo auditivo, ganas de vomitar.
―Únenos ―insistió la mujer mayor desde el público.
Y añadió:
―Como nos unió Martí.
Aquí, por supuesto, se le hizo añicos la voz. Esa palabra, «Martí», pronunciada en voz alta entre cubanos, siempre nos raja la voz.
La mujer lo era. Tenía que serlo, coño. Cubana como el recontracoño de su madre. Tal como yo y Del clarín escuchad el silencio lo éramos. Teníamos que serlo, cubanos en casa del carajo.
Podemos burlarnos y hasta pervertir las citas de Martí: monstruo de frialdad, mito de mierda, manipulador de mujeres y militares. ¿Así que la sacó muerta el doctor? ¿Así que no sé, yo no puedo entrar? ¡Anda, pero no te mojes! Martí, el autor intelectual del castrismo.
Olvidar a Martí. Maniatar a Martí. Martí, mata. Hay que matarlo antes de que él nos mate. Muy bien, maravilloso. Ambos nos merecemos esa mutua bronca tumultuaria, los cubanos y Martí. Con ladrillos, con escupitajos. A pedradas o machetazos.
Ah, pero en el momento en que pronunciamos su nombre en voz alta, sobre todo en la patria profunda de Martí, que no fue Nuestra América sino Nueva York, a los cubanos se nos quiebra inevitablemente la voz.
Como una caída suave o un rompimiento interior. Como un baobab enfermo o un príncipe enano mordido en la ingle por un áspid. Es decir, como una llamarada de pureza que nos recuerda la vida virtuosa que no vivimos en Martí, desde que huimos de nuestra Edad de Oro para hundirnos en una Edad de Horror.
¡Martí!
¡Martí!
¡Martí!
Lo único que nos une a los cubanos no es Martí, sino la promesa del Martí que vendrá a unirnos en torno a un poema con la formita octosílaba de un país.
―Únenos…
―Únenos…
―Únenos…
Y el eco de su voz de mujer mayor repercutía en mis tímpanos y salía por los respiraderos del Instituto Cervantes, hasta condensarse como humo sin historia entre los ramajes de la East 49 Street.
En cada rama, una última hoja. La esperanza, ese antídoto estéril contra lo atroz.
«Yo puedo», pensé varias veces con cada eco de los micrófonos. Soy yo, soy Orlando Luis. Es la hora, me toca hacerlo. Serlo. Gracias, mujer de mi vida. Juro poner mi lingüística enloquecida en función de tu súplica en fase terminal. Prometo patalear con mis palabras hasta cumplir con tu voluntad de cubana a punto de su conmovedor cadáver.
Pude caer ahí mismo hincado de rodillas ante ella, en trance, anegado en lágrimas. Que el mundo me viera sometido ante su belleza. Ante la suya y ante el gesto de yo aún poder reconocer la belleza.
Me controlé. Estaba en cámara. La presentación de mi libro seguía siendo transmitida en vivo para mi Facebook, Twitter y YouTube. El amor tiene que ser privado. El amor muere si se comparten sus claves secretas con alguien. El amor no puede ser representado.
Acerqué el micrófono a mis labios. Detuve la trasmisión directa en mi celular, después de despedirme brevísimamente del foro de comentaristas.
Tras hacerlo, me dio por apagar el móvil. Fue una especie de revelación. Para unir a los cubanos yo tenía que desaparecer de las redes sociales. Había que lanzarse sin red en lo más siniestro de la sociedad. Convertirme en un arma de destrucción masiva. Solo desde ese poder es posible practicar el arte de la piedad.
El público comenzó a retirarse. Se hizo una colita para que yo les firmara mi libro. Pero me dirigí primero hacia la mujer magnífica, que todavía recogía sus bolsos, gorros y abrigos entre los asientos.
Me presenté. Yo seguía siendo Orlando Luis. No entendí bien cómo ella se llamaba. Tampoco quise insistir la segunda vez que me lo repitió. Mejor así.
Besé sus manos de circulación violeta. Bendije la baja saturación del oxígeno molecular en su hemoglobina. Palpé aquella piel precaria, papel en blanco perfecto para mi escritura.
Antes de liberar sus dedos en aquel 2016 a punto de terminarse, vi un anillo de textura áspera en su anular derecho, rematado por una piedra azul cuyo nombre me dio pena averiguar.
Entonces se lo dije al oído a mi nuevo y antiguo amor.
―Yo puedo.
Noté que olía a alcoholes aristocráticos, a ginebra de generales de una época cuya fecha de extinción no era 1959, sino 1902.
Y nunca más supe de ella.
Y nunca más la olvidé.
Ojalá que haya muerto en otro diciembre y que no esté tirada a la intemperie en uno de esos hospicios del exilio, abandonada por los mismos extraños que van a hacer trizas su testamento para repartirse la herencia.
Familia cubana ni familia cubana.
Sin embargo, estuve en casa contigo. En una Navidad volátil, por verdadera. Estuvimos en casa tú y yo. Tan en casa como pueden estarlo dos irreconocibles cubanos cuando se manifiesta entre ellos el milagro Martí.
Nota:
*Este es un fragmento de la novela inédita Towormo.