Orlando Luis Pardo Lazo
En las aulas del castrismo sentimental, la luz entraba a borbotones por los ventanales abiertos como poros ávidos de esperanza, como párpados ávidos de despertar. País sin persianas, nación transparente, fidelidad hecha de fotones. Las cosas no tenían sombra bajo el sol recién nacido de los años setenta. Una edad de oro en plena mayoría de edad del horror.
El clima era entonces perfecto en Cuba. La Ecología no impactaba en la Historia ni con el dique de una represa. Había, para colmo, cuatro estaciones. En La Habana no nos faltaba nada. Éramos Europa. Éramos el mundo occidental archivado en un archipiélago. Supremacismo insular.
Los cubanos teníamos contemporáneos. Estábamos todos en casa. Es decir, nos aprestábamos a presenciar juntos el cambio de siglo y milenio, catalizado por un cometa Halley de bisabuelos que retornaría a punto de adolescencia, en el futuro de ciencia-ficción que en nuestra infancia era la fecha de 1986.
Toda una generación de cubanitos con Cuba crecía iluminada allí, entre temperas y crayolas, en un crisol de cariño incubado junto a las pizarras por el white face de las tizas, por el riesgo de los borradores volantes, y por los reglazos que decoraban las sayas de corduroy de las últimas maestras de una República hecha trizas apenas una década atrás.
A golpes de semicírculo y cartabón, destruir había sido un placer matemático. Geometría de la represión, reflejada en las sonrisas sin espanto de nuestros padres. Estábamos satisfechos. Joven había de ser quien lo quisiera ser. Las ropas adquiridas por el Plan Jaba eran indistinguibles, como los alimentos que escaseaban pero nunca se ausentaron. La moneda estaba escrita en mármol. El paisaje del país cargaba con el peso específico del palimpsesto de sus paisanos. Y, por supuesto, nadie se iba a morir, menos entonces.
El que diga que no fue feliz sobre el maderamen clerical de aquellos pupitres, miente o la amnesia lo ha hecho un nacional miserable. El que diga que no se enamoró de la vida de manera vitalicia en una de aquellas escuelas “Mártires de Acullá”, no tiene corazón entre las cuatro costillas que le quedan en su caja del pecho, cárcel cansada de nuestros cuerpecitos vacunados con el caramelo antipolio de una patria pre-Pfizer.
Ser cubanos se trataba de encajar en un cosmos resuelto. Milenarismo marxista. Materia estabilizada por los isótopos de una ideología sin marcha atrás, ni espejo retrovisor. El entorno era eterno. Yo me llamaba Orlando Luis hasta el fin de los tiempos. Tú te llamabas Ulises. Él, Andresito. Nosotros y nuestra incipiente inmortalidad. Ustedes, los que no se enteraron de nada, mientras la belleza bullía en las vísceras de un siglo XX sin fecha de caducidad.
Ellas, por su parte, se llamaron todas Isabelita, Mónica, Sujayla, Angélica, Yamina, Andria y, para siempre, Maité.
Queridos primeros amigos.
Queridas primeras novias.
Querida primera vida, el único momentico donde correteábamos delante de rastras y trenes, cayéndonos de un tercer piso con impunidad de peluches, derrotando a golpes de milagro la meningitis meningocócica o las hemorragias imperialistas del dengue viral. Infantes impunes a la muerte propia e indiferentes a la muerte de los demás.
Que levante la mano, si no está muerto, el que no fue amado para siempre y para siempre amó. Que dé un paso al frente, si después del despotismo queda alguien de pie, el que no iba a ser amado para siempre y para siempre iba a amar.
Todos y cada uno de esos cubanos, hoy en las trincheras triples de la tiranía y el tiempo y la tristeza, nos merecemos una carta secreta, escapada de las alcobas en que vinimos al mundo sin miedo de ser malos, por mucho que el mundo sí lo pudiera ser.
Los días de amor en la diáspora deberían ser como dedos que recuperen nuestro sentido del tacto. En el sentido de tener tacto, de no ser tan torpes mientras nos vamos dando trastazos en el espectáculo planetario.
Como cubano, tú mereces recibir esa correspondencia misericorde, epístolas salidas del mejor buzón que atesoras de los tiempos en que fuiste hermoso y fuiste libre de verdad, cuando guardabas todos tus sueños en un castrismo de cristal, hasta que poco a poco fuiste creciendo y tus fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de jabón.
Te encontraré una mañana, compañero, lejos de la Revolución. Y prepararemos la cama, compañera, para nos.