jueves, 22 de febrero de 2024

Revel, un liberal entre París y Washington



Domingo González


Conocido y reconocido por su talento de polemista y su indiscutible erudición, Jean-François Revel sumaba a estas cualidades la fuerza de unas convicciones personales a contracorriente de su época y de su país. De su época: defendió un liberalismo intransigente contra toda forma de tentación totalitaria cuando casi nadie rechistaba contra la doxa marxista. De su país: resultó un exponente atípico de una corriente pesimista y escéptica en la nación que probablemente más carga de fe militante haya depositado en las capacidades transformadoras de la política. Sin embargo, como veremos después, estas dos consideraciones admiten, si no enmiendas totales, sí al menos parciales.


Un liberal del país que ama las ideas


Nacido en Marsella en 1924, alumno de la elitista École Normale Supérieure y agregado en filosofía, enseñó en Argelia, Méjico e Italia antes de abandonar la enseñanza y consagrarse a una carrera intelectual y periodística independiente. Fue un espíritu cosmopolita, actitud que irradió en sus escritos y se reflejó en sus filias y fobias, pero muy francés en un sentido esencial: el de la máxima fidelidad a ese espíritu nacional resumido en la fórmula que el historiador británico Sudhir Hazareesingh acuñó para su Historia de una pasión francesa: “ese país que amaba las ideas”. Y es que, aunque toda gran nación se considera a sí misma como una patria excepcional, la particularidad de Francia es que asocia esa condición al genio que le permite las mayores hazañas teóricas y las más grandes proezas intelectuales. Como historiador de las ideas, filósofo, periodista, editorialista literario y político, director de colecciones en diversas editoriales, la biografía de Jean-François Revel encaja como anillo al dedo con el sentido epocal de aquello que Michel Winock bautizó como “el siglo de los intelectuales”.


En su caso, eso sí, podría invertirse la consigna que tanto se repitió en el momento sesentayochista parisino: a diferencia de toda una generación seducida por esa “cábala de devotos” (título del libro en el que fustigaba a la casta intelectual infectada por las ideologías totalitarias), Revel prefirió tener razón con Aron a equivocarse con Sartre. Desafió con las armas del intelectual comprometido el tipo de gnosticismo anticapitalista y antiliberal que se manifiesta en el desdén por los hechos y el hombre real. Contra la actitud profética de su gremio, que se autoproclama, tal y como apuntó Voegelin, “conocedor de los medios para salvar al género humano”, Revel se atrevía a pregonar la desnudez de las ideologías entregadas a los porvenires radiantes que pasan por la adhesión inquebrantable y beata al puño de hierro que blanden los poderes salvíficos de la tierra. Como escribió su jefe en el diario L’Express, Olivier Todd, fue un enemigo declarado de la jerga, los sistemas, los gurús, los proyectos de sociedad y las utopías.


Pero ésta es, ya lo advertíamos, sólo una verdad a medias, la que deja a Revel, por así decirlo, en el lado bueno de la historia a la vista del desenlace por todos conocido de la Guerra Fría. Porque el liberalismo de Revel venía de la izquierda humanista y no terminó de separarse de una cierta idea de socialismo que cultivó desde su juventud como resistente durante la ocupación alemana de Francia. Escribió sus primeros ensayos contra la derecha (Lettre ouverte à la droite), contra el general De Gaulle y contra la arquitectura monárquica de la Quinta República. Llegó a la conclusión de que el mayor enemigo del socialismo por él deseado era el comunismo. Conoció muy bien a Mitterrand, y hasta llegó a ser candidato en sus listas electorales durante la larga travesía del desierto del líder socialista, cuya juventud política fue, como es sabido, bien diferente a la suya (quizá por esa razón fue Revel uno de los primeros en retratar a esa esfinge fría e impenetrable que llegó al Palacio del Elíseo en 1981). Por decirlo en los términos de Oakeshott, el liberalismo de Revel procedía de la política de la fe pero terminó afincándose, quizá a su pesar, en la política del escepticismo. Aunque nunca del todo.


En Cómo las democracias terminan, Revel advertía de que la democracia liberal se arriesga a ser un breve paréntesis en la historia si el marco mental de los dirigentes y la opinión pública occidental permanece prisionero de la mala conciencia y la ceguera política. De manera casi natural, y quizá apresurada, trasladó su interpretación sobre la amenaza totalitaria roja a un nuevo actor que iba a sustituirla tras la instauración del Nuevo Orden Mundial: el terrorismo islamista. Esta coalición de enemigos explica en buena medida su apuesta por el modelo norteamericano, por mucho que el liberalismo reveliano fuera, no obstante, decididamente antifukuyamesco. De hecho, más bien podría reprochársele un exceso de pesimismo en sus pronósticos. La astucia de la razón parecía inclinarse hacia el lado perverso de la historia. Precisamente en el momento en el que la humanidad percibía la necesidad de una democracia universal, Revel entendía que el sistema democrático occidental “se corrompe, se desnaturaliza, se falsifica en su centro”. Poco rastro de mesianismo o soteriología democráticas en su cosmovisión.


Liberal impenitente, Revel propuso en sus obras distintos remedios contra el derrotismo democrático. Esta terapia histórica se podía interpretar también al modo de una lucha interior contra las necesidades psicológicas que las distintas formas de totalitarismo satisfacen: superación de los nacionalismos, restablecimiento de la separación y el equilibrio de poderes, adecuación entre el progreso de los conocimientos y la eficacia de la acción y la decisión políticas. Su teoría sobre el conocimiento inútil es, en este sentido, sintomática de su pesimismo civilizatorio. El incremento del conocimiento en múltiples campos del saber no repercute, según Revel, en un espacio público impermeable al racionalismo de los hechos que prospera en la sociedad civil. Por su apego a las leyendas y prejuicios de las ideologías los clercs político-intelectuales siguen conduciendo a las masas por la senda de las quimeras.


Esta actitud general hace de su defensa cada vez más entusiasta de los Estados Unidos un elemento problemático y sintomático de su pensamiento. “Si borra el antiamericanismo, elimina el ochenta por ciento del pensamiento político francés, tanto de izquierda como de derecha”, llegó a decir en una entrevista. Esta posición sin duda revela su disidencia pública. Sin embargo, ni siquiera él logró mantenerse al margen de la imagen deformada de los Estados Unidos que prevalece en el Hexágono.


¿Ni Marx ni Jesús?


Para Revel Norteamérica prácticamente inventó la idea de futuro. Mientras que todas las sociedades anteriores, incluidas las modernas, tenían sus modelos en el pasado (la anticomanía, por ejemplo, de los revolucionarios franceses, maravillosamente restituida por Claude Mossé), los Estados Unidos pueblan su imaginario con una sociedad por venir, ciudad en la colina que será habitada por hombres nuevos sin mancha. Y Revel aspiraba precisamente a un tipo de democracia planetaria nacida de una segunda revolución mundial. Según la atrevida interpretación de Ni Marx ni Jesús, esta segunda venida del espíritu revolucionario sólo podía brotar en virtud del particular dinamismo histórico de los Estados Unidos de América, una “sociedad-laboratorio” llamada a contagiar su estilo de vida a todos los países del mundo, pues “la revolución se descompone en dos palabras: crisis e innovación”. Es aquí donde se puede señalar uno de los grandes errores de su comprensión de los hechos históricos.


Sin duda acertó al entender, quizá antes que nadie, que la revolución no vendría de Moscú sino de América. Pero, ¿ni Marx ni Jesús? La revolución americana no es sino una vía particular y heterodoxa de otros cristianos por otro socialismo. Ahí está el engendro Woke para demostrarlo, acrobacia religiosa, herejía desquiciada de seguidores iconoclastas tanto de Marx como de Jesús, hermanados en la común devoción de la religión victimocrática. No es casualidad que la nueva izquierda europea exprese una admiración indisimulada por esta América liberal y progresista que encaja a las mil maravillas con sus aspiraciones. Cuando Revel vituperaba los residuos de mentalidad totalitaria en la izquierda europea a pesar de los incontestables fracasos del socialismo real, no le faltaba razón: su socialismo podía sentirse mejor representado en Washington. De algún modo, podría repetirse la fórmula de Augusto del Noce: el marxismo fracasó en el Este porque triunfó en el Oeste.


Edgar Morin, que según confesión propia había vivido su militancia en el Partido Comunista francés durante los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado como una forma de misticismo religioso, regresó extasiado de su estancia con los “socialistas” de California en los años sesenta. Alí encontró un ideal que le rejuveneció y que no pudo definir en mejores términos: “Neorousseauismo, ansia de pureza cristiana, calor infantil, tradición libertaria, comunismo utópico, rechazo katmandiano de Occidente”. Jean-Marie Domenach lo expresó de modo menos matizado en la revista Esprit en los años setenta, poco después de la publicación de Ni Marx ni Jesús: “Los Estados Unidos son hoy el más grande país comunista del mundo”. Annie Kriegel recordaba que los comunistas “a su manera, aman América, ya que se sienten en sintonía con sus aspiraciones, sus necesidades, las expectativas que presiden el uso persistente de la metáfora del Nuevo Mundo”. Y añadía: “Que la entrada en la Tierra Prometida pase por la migración o por la conversión, en los dos casos ha sido preciso arrancarse del país antiguo de la Caída y del Pecado, ha sido preciso, en persona, elegir, elegir una nueva manera de ser en el mundo. El emigrante y el comunista comparten una misma experiencia brutal que es la de la ruptura”.


Trotsky, por su parte, en un texto particularmente revelador, confirma esta realidad antropológica esencial que anida en un espíritu revolucionario común a los proyectos prometeicos modernos: los Padres Fundadores de bolcheviques y puritanos comparten los mismos antepasados. Después de la Revolución, apuntaba el creador del Ejército Rojo, la vida humana se ha convertido en un Vivac, es decir, uno de esos campamentos instalados de manera provisional para pasar la noche al raso a la espera de la morada definitiva. Escribió: “¿De qué sirven las casas sólidas -se preguntaban los viejos creyentes de antaño- si estamos esperando la venida del Mesías? La Revolución tampoco construye casas sólidas; para compensar, traslada a la gente, la hacina en los mismos locales y construye barracones. Cuarteles provisionales: tal es el aspecto general de sus instituciones. No porque espere la llegada del Mesías, no porque oponga su objetivo final al proceso material de organización de la vida, sino porque se esfuerza, mediante la investigación y la experimentación constantes, por encontrar los mejores métodos para construir su hogar definitivo. Todas sus acciones son esbozos, borradores sobre un tema determinado”.


Liberal francés…y americano


Revel podría haberse sumado a la corriente principal del liberalismo francés, que no es la de gigantes como Tocqueville, sino aquella otra que ha retratado Lucien Jaume a partir de sus estudios sobre la democracia jacobina y el siglo XIX. Lejos de entronizar al individuo como la Ilustración escocesa, el liberalismo francés lo borra. El individuo liberal a la francesa, consagrado por la Reforma y confirmado por la Declaración de los Derechos del Hombre, debe lidiar con el Estado soberano de matriz bodiniana que lejos de debilitarse se refuerza con la Revolución. En figuras como François Guizot y Victor Cousin se manifiesta este empeño por borrar al individuo sometiéndolo al espíritu geométrico de la centralización administrativa. Fue el francés un liberalismo eminentemente estatista, coloreado además con un espíritu misionero y colectivista, de genuina religión civil republicana. El liberalismo de figuras como Madame de Staël o Benjamin Constant, partidarios de la protección de la conciencia individual y de los derechos del individuo frente al Estado, no se sumó al cauce principal del liberalismo mayoritario en Francia. La anticomanía jacobina se inclinó del lado de la libertad de los antiguos, que exige que el interés de la Ciudad absorba la energía de todos. En La República de los republicanos franceses la interpretación de la Declaración de derechos del Hombre y el Ciudadano siempre fue selectiva. El francés solo sería reconocido como ciudadano a título de soldado, contribuyente, elector o alumno de la escuela republicana. La larga sombra de Rousseau no se desvanece con Robespierre. La humanidad liberal francesa, más allá de la retórica universalista, circuló por el carril de una ciudadanía domesticada por el Estado. Paradojas del liberalismo francés, las llama Jaume.


Si nos extendemos en este punto es simplemente para señalar que Revel habría podido seguir perfectamente el cauce de este liberalismo a la francesa sin traicionar las bases de su pensamiento. Si no lo hizo, tal vez fue porque París ya no era la Meca de la Revolución y Moscú no podía serlo. Quedaba Washington como Tercera Roma del cosmopolitismo socioliberal. No faltaban fuentes filosóficas para fundamentar un liberalismo progresista a la americana. De hecho, en Estados Unidos el liberal es, a grandes rasgos, un socialdemócrata que reza. Es la línea de Herbert Croly, que apelaba a la creación de una Nueva República de “fines jeffersonianos con medios hamiltonianos”. Son aspectos que nos recuerda Patrick Deneen en ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? Para este nuevo liberalismo americano “la democracia ya no podía seguir significando independencia personal basada en la libertad de los individuos para actuar de acuerdo con sus propios deseos. En vez de eso, debía estar imbuida de una serie de compromisos sociales, incluso religiosos, que harían que las personas reconociesen su participación en la ‘hermandad que constituye el género humano’ ”. El pastor bautista Walter Rauschenbusch profundizó en esta sensibilidad al proponer un Reino de Dios en la tierra, una nueva forma de democracia que “no aceptaría la naturaleza humana tal y como es, sino que la impulsaría en la dirección de su mejora”. Dewey proponía un “socialismo público” y Croly un “socialismo flagrante”, pero tanto para el uno como para el otro este socialismo se ponía al servicio de la construcción de un nuevo individuo liberado de las ataduras del pasado. Es una corriente que llega hasta Saul Alinsky en el siglo XX, inspirador de Obama, Robin Hood de los suburbios de Chicago, amigo del filósofo católico Jacques Maritain (otro converso, ay, al americanismo) y objeto de la tesis doctoral de Hillary Clinton


Aron recordó en sus memorias que a finales de los setenta Revel todavía se consideraba socialista aunque en el paradójico sentido de que “solo el liberalismo puede colmar las esperanzas del socialismo”. Liberal a fuer de socialista, esta particular visión se manifestó de modo privilegiado en La tentación totalitaria, cuyas primeras líneas rezaban: “El mundo actual evoluciona hacia el socialismo. El principal obstáculo para el socialismo no es el capitalismo, sino el comunismo. La sociedad del futuro tiene que ser planetaria, por lo cual sólo puede realizarse a costa, si no de la desaparición de las naciones-Estado, por lo menos de su subordinación a un orden político mundial”. No es forzar demasiado las cosas afirmar que esta apuesta por el futurocentrismo socialista-liberal, mundialista y antinacional, desideologizado y tecnocrático, hace de Revel un precursor intelectual del macronismo, es decir, una forma de internacional-socialismo de corte saintsimoniano que opera tras la máscara de unas instituciones europeas impacientes por disolver a las naciones-Estado que las fundaron. Unas instituciones inmersas en una carrera federalista que sólo disfraza, con amable semblante, la verdadera realidad del hegemon norteamericano ante el que se inclinan, al menos, desde Jean Monnet. “No es el hombre de los americanos -decía con sorna De Gaulle sobre el banquero de inversiones francés y ‘Padre’ de Europa-, es un gran americano”.


El liberalismo, ¿un socialismo de rostro humano?


“Cuando un país supedita su política exterior a su política interior, es decir, al bienestar de sus ciudadanos –aseveraba Revel, puede considerarse más socialista que cuando actúa a la inversa”. He aquí, por fin, el socialismo de rostro humano tantas veces invocado del otro lado del Muro. Un socialismo centrado en la administración de las cosas del que emana el ídolo del bienestar material. Y autista en cuanto a la concordia interior y la seguridad exterior que define el gobierno de los hombres. No era nada nuevo, en realidad. No en vano, el barón Hertling ya había advertido de este giro de la política contemporánea en 1893: «No hace mucho tiempo que la palabra política designaba exclusivamente la política exterior. Las fuerzas respectivas de los diversos Estados, sus relaciones recíprocas, amistosas o tirantes, sus alianzas variables, sus proyectos y aspiraciones: tal era el objeto exclusivo que interesaba a diplomáticos y hombres de Estado… Después el interés político cambió de orientación, recayendo especialmente en cuestiones de orden interior, tales como la constitución y administración del Estado, puestas al día por el entonces llamado constitucionalismo”. Es una tendencia que Revel jaleó infatigablemente en su obra por mucho que su pesimismo le hiciera lamentar, una vez más, las lamentables resistencias nacionalistas del Estado-nación. El internacionalismo socialista se expresa perfectamente en esta afirmación del Revel “liberal”: “Mientras persista el sistema de Estados-naciones, retrocederá la democracia. Y mientras retroceda la democracia, no podrá instaurarse el socialismo”. Este socialismo no es otra cosa que la utopía liberal de una democracia sin cuerpo. Y podemos decir que nunca se ha avanzado tanto como en nuestro tiempo en esta suicida dirección. ¿Lo hubiera deplorado Revel?


La realidad es que el modelo político de la Unión Europea viró hace ya mucho hacia una nueva forma de totalitarismo liberal-socialista del Bienestar. Un sistema, por tanto, que desafía las rígidas antítesis revelianas: la convergencia de la democracia liberal y un nuevo modo de totalitarismo sin violencia. ¿Olvidó acaso Revel las lecciones y profecías del gran Tocqueville sobre el inquietante horizonte que se cierne sobre una democracia entregada al despotismo paternalista? ¿Habría celebrado esta evolución o la habría interpretado como el cumplimiento de sus pronósticos más tenebrosos sobre la inevitable infección de residuos ideológicos totalitarios en las débiles democracias occidentales? Si fuera así, si la melancolía liberal se hubiese impuesto definitivamente a su fe socialista, el hipotético análisis reveliano se asemejaría hoy al que se nos ofrece desde el Este poscomunista en boca de autores como Ryszard Legutko, quien en Los demonios de la democracia presenta un diagnóstico inmisericorde de la Unión Europea: la UE es hoy la UERSS. “Al contrario de lo que muchos piensan -afirma Legutko-, el mundo demoliberal no se desvía demasiado, en aspectos importantes, del mundo soñado por el hombre comunista que, a pesar de sus enormes esfuerzos colectivos, no pudo construir dentro de las instituciones comunistas. A decir verdad, hay diferencias, pero no tan grandes como para ser agradecidas y aceptadas incondicionalmente por alguien que haya tenido experiencias de primera mano con ambos sistemas y haya pasado del uno al otro”. Es precisamente esta experiencia biográfica la que coloca a este filósofo polaco, eurodiputado del grupo de los conservadores, por encima de la caduca visión de Revel, que en realidad nunca sufrió el totalitarismo en carne propia, por más que lo denunciara siempre con vehemencia y coraje. Comparados con esta lucidez llegada del Este, sus juicios parecen hoy petrificados en un mundo que ya no es el nuestro.


Apocalipsis Yankee, el regreso de Trotsky


Si Revel ignoró que la utopía totalitaria se introdujo bajo otros ropajes en la corriente dominante de las democracias liberales, su apuesta por los Estados Unidos pasó también por alto un rasgo que John Gray expuso magistralmente en Misa Negra: la americanización del Apocalipsis. Esta tendencia apocalíptica de la política norteamericana se agravó especialmente a raíz de los atentados del 11-S de 2001. “Por haber sido fundada sobre una ideología que se reivindica universal, Estados Unidos pertenece afirma Gray a la misma familia de Estados que la Francia posrevolucionaria y la antigua Unión Soviética, pero, a diferencia de estos, el régimen estadounidense se ha mantenido asombrosamente estable”.


La evolución ideológica de Revel no se distingue demasiado de la de los viejos izquierdistas de matriz trotskista que en Estados Unidos fundaron la corriente Neocon, como Irving Kristol, Gertrude Himmelfarb, Daniel Moynihan o Midge Decter. Lo confirma Michael Novak: “La práctica totalidad de este conjunto habían sido hombres y mujeres de la izquierda, y más concretamente, de los sectores que se situaban más a la izquierda que el Partido Demócrata, quizás entre el 2 o 3% más izquierdista del electorado estadounidense. Algunos eran socialistas económicos; otros eran socialdemócratas políticos”. Gray, por su parte, es muy explícito en cuanto a la factura marxista revolucionaria del pensamiento de este grupo de autores: “Lo que los neoconservadores han reproducido no es el contenido de la teoría de Lenin, sino el estilo leninista de pensar. La teoría de la revolución permanente propugnada por Trotsky sugiere la necesidad de demoler las instituciones existentes para crear un mundo sin opresión. Esta especie de optimismo catastrófico que inspiró gran parte del ideario trotskista es también el que subyace a la política neoconservadora de exportación de la democracia”. Es la política que Revel apoyó en sus últimos años, bien es verdad que en la minoría de una atmósfera francesa muy hostil a los Estados Unidos y sus proyectos geopolíticos.


Al igual que los neocon, el proyecto planetario de democracia incorpórea defendido por Revel conservaba una matriz utópica que prescindía del cuerpo nacional, presentando a ambos (democracia y nación) casi como opuestos. Revel se manifestó incluso en favor del derecho humanitario de injerencia, junto a Bernard Kouchner y Mario Bettati. Este último, jurista francés y profesor de derecho internacional, conserva su buena o mala fama gracias a su terrible apotegma, digno de figurar en las páginas del Apocalipsis Yankee: «la soberanía es la garantía mutua de los torturadores”. Muy malas compañías. No había que esperar veinte años de ocupación militar norteamericana en Afganistán para entender que una democracia sin cuerpo es un proyecto mucho más utópico que el de un cuerpo sin democracia. El regreso de los talibanes al poder es una gran lección contra el democratismo multicolor de los misioneros armados y contra el discurso de las almas bellas que lo respaldan.


La soberanía como origen de todos los males: el salto hacia la utopía


Es uno de los grandes errores de la visión política de Revel, la que se manifiesta en su rechazo de la idea de soberanía nacional. En buena medida este error se explica por su concepción típicamente moderna de los conceptos políticos. Entendía probablemente, no sin razón, que la comprensión francesa de la soberanía, la que arranca en el poder absoluto y perpetuo de Bodino y culmina en la voluntad general de Rousseau, era incompatible con la sociedad liberal a la que aspiraba. Pero este es precisamente el callejón sin salida de cierto liberalismo. En vez de apostar por un modelo alternativo de soberanía popular, como el medieval de Altusio, apostó por la denuncia antipolítica de la soberanía nacional. Con la soberanía moderna Revel desprecia no sólo un concepto histórico que se puede (y se debe) criticar sino la esencia misma de lo político, que no se puede rechazar sin negar la realidad misma. Es lo que se llama en Francia jeter le bebé avec l’eau du bain (tirar al bebé con el agua del baño). La desconfianza del liberalismo frente al poder político es tanto más paradójica cuanto que los liberales empezaron por concederle todo al Leviatán en la construcción del hombre nuevo y de la nueva sociedad. Retirarle con una mano lo que han dado con la otra: he aquí la inconfortable posición del alma liberal, eternamente en pugna entre su polo anárquico y su polo macroárquico.


Raymond Aron, que apreciaba personalmente a Revel y que colaboró con él en su común vocación periodística, retrató magistralmente en sus memorias las aporías de su pensamiento: “Lo que me impresionaba en él como escritor era la presencia simultánea de una auténtica cultura y el arte de conseguir que la polémica fuera comprensible para todos los lectores. Sus libros, que simplificaban sin vulgarizar los grandes debates, estaba inspirados por un anticomunismo que él mismo calificaba de ‘visceral’ y encontraban gran audiencia a ambos lados del Atlántico, lo cual demostraba su éxito en un género tan difícil. Al mismo tiempo, me hacía cruces —y así se lo dije cuando nuestras relaciones se hicieron más estrechas— de su empeño en llamarse ‘socialista’, del salto que daba hacia la utopía al alzarse contra las soberanías nacionales, a su juicio el mal por excelencia, el origen de todos los males”. Una vez más, hay en Revel un escepticismo que no termina de despegar, una utopía que se resiste a morir.


En efecto, Revel había escrito en La tentación totalitaria que Maurras había triunfado y Marx fracasado. Un juicio desconcertante: con el principio de la soberanía nacional y el culto de la nación asociado al Estado los principios de la monarquía absoluta triunfaban clandestinamente en el mundo moderno. En parte esto explica el origen antigaullista de su carrera intelectual y su apoyo a Mitterrand. Sus primeros ensayos, El estilo del general y Las insuficiencias del absolutismo, disparaban su munición argumental contra el general De Gaulle y la arquitectura monárquica de la Quinta República. Como intérprete de la genealogía de las ideas no le faltaba razón pero, en este aspecto al menos, no supo ver que al impugnar la empresa gaulliana contra el incipiente federalismo europeísta y la hegemonía militar de la OTAN se ponía del lado de otra tentación totalitaria, una tentación quizá más sutil pero a larga también más eficaz que la encarnada por los Soviets.


En los años ochenta, con la reedición de su libro contra De Gaulle, no renunció a sus juicios contra el general y lo que él estimaba como errores históricos de su interpretación, pero terminó significativamente con estas palabras: “De Gaulle fue grande, no porque fuera infalible, sino porque era capaz de esa rapidez en la decisión y la acción que es la única marca de los verdaderos dirigentes, y que permite decir que, si no hubieran estado allí, mejor o peor, el mundo en todo caso habría sido diferente. ¿De cuántos se puede decir lo mismo?”. ¿Había comprendido por fin que la grandeza de los grandes estilistas de la política termina siendo al final imprescindible para sostener, no sólo la democracia sino también la prosperidad de los pueblos libres? No sabemos lo que Revel hubiera dicho o escrito sobre el curso de los acontecimientos entre su muerte en el año 2006 y la actualidad. Pero quizá esta frase apuntaba en una dirección más estimulante que la que reflejó en escritos anteriores.


Carlo Gambescia ha retratado magistralmente en Liberalismo triste los rasgos de una tradición liberal realista, centinela de los hechos y apegada a las regularidades de lo político. Es una tradición melancólica que conoce bien, como indicaba Berlin, que “del leño retorcido del que el hombre está hecho (…) no puede salir nada enteramente derecho”. Este liberalismo triste tiene los pies firmes en la tierra y se siente extraño al despegarlos. “Es la melancolía orgullosa en Burke; benévola en Tocqueville; fáustica en Weber; distante, tal vez demasiado, en Pareto; inquieta, no obstante el hábito científico, en Mosca; raciocinante en Ortega; febril en Röpke, metódica en Jouvenel; serena en Aron; humilde en Freund; autoirónica en Berlin”.


No hay mimbres en la melancolía reveliana para habitar en este Olimpo del pensamiento. Su visión no expurgó del todo las utopías que, a este o al otro lado del Atlántico, imaginaron “unos nuevos cielos y una nueva tierra” para los hombres. No llegó a ser un verdadero liberal triste. Afortunadamente tampoco fue un triste liberal. Quedémonos con eso.


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