Jerónimo Molina
Decía Julien Freund que «el uso de la noción de democracia [envuelta por todo tipo de equívocos] oculta en nuestros días una cierta impostura». La mayor de todas es, tal vez, la ideología que hace de ella un régimen óptimo, un reino de la virtud. A un ingenio político como el de Freund, tan aristotélico, le parecía más exacto referirse al «régimen representativo» o «mesocrático». Coincidiendo con la generalización del democratismo, doctrina de la democracia como régimen moral (Dalmacio Negro), casi ha desaparecido, con muy pocas excepciones, la preocupación por la teoría de las formas de gobierno y, dentro de ella, por la hubris o decadencia (inexorable) de toda gobernación, también la de la gobernación democrática. Este es el contexto en el que los «enemigos de la democracia», «demócratas» de todos los partidos, pretenden una refundación de la democracia que consistiría en una depuración de sus impurezas políticas, elitistas, liberales, incluso conservadoras y reaccionarias, en otra época denominadas lacónicamente «procedimientos» o «formalismos». La guerra civil larvada entre los exaltados demócratas de los contenidos y los pragmáticos de las formas, reiterada bajo disfraces cambiantes desde hace al menos dos siglos (eadem sed aliter), nada tiene que ver con una concepción cíclica de la historia o la política. Para los amigos del país real, incapaces de soportar la irracionalidad ética de lo político y los defectos del gobierno bajo el imperio de la ley, las formas democráticas son puro formalismo: no les parecen ni participativas, ni transparentes, ni consensuales, ni auténticamente representativas.
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Hay en política dos actitudes insensatas, particularmente en los tiempos fuertes, las épocas críticas, caracterizadas por la intensidad y la discontinuidad: por un lado, la desesperación, propia de los espíritus viejunos, por el otro, la indignación, propia de gentes bisoñas. Según las circunstancias y el temple político de cada pueblo, predominan...
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