Javier Bilbao
Hay un pasaje realmente llamativo que uno puede encontrar en el epistolario que se conserva de Thomas Jefferson. Está el principal autor de la Declaración de Independencia y tercer presidente del país desgranando a un amigo el suministro de recursos requerido mensualmente por su plantación hasta que menciona las patatas y la alfalfa que, explica, le sirven «para alimentar a todos los animales de mi granja excepto a mis negros». Esta forma de expresarse hoy día sería inimaginable (por mucho menos al autor de los cómics de Dilbert lo han cancelado de arriba a abajo sin penitencia que lo redima), pero en aquellas palabras solo subyacía la minuciosidad burocrática del administrador que echa cuentas. Para él era mera rutina sin carga emocional. La realidad incuestionada del país que recién fundó. Llegó a poseer doscientos sesenta esclavos, y de ellos no solo le interesó su alimentación y su trabajo forzoso, también sus hábitos sexuales, pues en Notas sobre el Estado de Virginia sostenía que los orangutanes preferían a las negras antes que a las hembras de su propia especie y él mismo llegó a fecundar a una de su propiedad.
En aquel entonces su buen amigo Benjamin Franklin, coautor del célebre documento que proclamó la soberanía de las trece colonias, dejó establecido que en el mundo los únicos blancos eran los ingleses y sajones, recelaba de los swarthy (morenos) de la Europa continental y para los nativos americanos sólo deseaba su persecución por «grandes, fuertes y feroces perros». Por su parte, el tercer redactor de la Declaración y segundo presidente en la historia del país, John Adams, contó en sus Diarios su impresión acerca de los españoles y…
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