domingo, 19 de marzo de 2023

Remembranzas trevijanistas XLVII



 

MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica


Salvo Walter Benjamin, Adorno y Roland Barthes, la filosofía estética no se ha ocupado del acontecimiento revolucionario que supuso, para las artes plásticas, la invención de la fotografía y el huecograbado. Sólo esos dos filósofos y ese genial crítico literario, retórico y hermeneuta, creador de la teoría del “punctum”, han hecho hallazgos profundos sobre el hecho de la fotografía. Tampoco parece haberle interesado a esa ciencia del tímido Amiel la evolución de la placa fotográfica, desde los fabulosos primitivos de finales del siglo XIX, Nadar y Stieglitz, que apadrinaron a los impresionistas en París y al arte moderno de Nueva York, hasta el celuloide artístico de Moholy-Nagy, tan admirado por Trevijano. Este extraordinario artista de la fotografía y de la secuencia fílmica se unió a los pintores abstractos Kandinsky y Klee, en la Bauhaus de Weimar, y creó los fundamentos estéticos del cine en blanco y negro. Pero para Antonio es un dato histórico comprobado que la abstracción y la fotografía han socavado, con herramientas diferentes, y finalidades opuestas, los cimientos tradicionales del mercado de arte que prestigiaba las representaciones iconográficas figurativas. El arte abstracto ha triunfado socialmente por el descrédito que la fotografía produjo en la pintura figurativa, cuando ésta no superaba o compensaba su carencia de valor informativo, con suficiente genialidad estética. Si bien hiperrealistas como el pintor alemán Richard Estes, o los manchegos Antonio López o Joaquín Morales, demuestran a través de sus cuadros que la pintura expresa una emoción estética que no puede expresar la fotografía.

Para Antonio el glorioso pasado de la fotografía artesanal fue sepultado por los dos fenómenos que trajo consigo el proceso técnico y social de su industrialización. Uno, la impericia estética de las masas de aficionados. Otro, la cursi decoración de la “fotografía artística”, que todas las clases sociales encargaban a los nuevos estudios profesionales, para llenar de recuerdos engañosos los ridículos álbumes familiares. La sátira de Walter Benjamin no era nostálgica de la fotografía artesanal. Se dirigía contra el gusto cruel de una época que lo mismo humillaba al pobre niño Kafka, enfundándolo en un uniforme cargado de pasamanerías y sombrero de ala ancha en la mano –recuérdense nuestras antiguas fotos de Primera Comunión
, que el heredero del imperio alemán, sentándolo ante un telón de balneario renano, para eternizar sus cursis retratos. Los artistas bolcheviques de la fotografía (Eisenstein, Pudovkin, Vertov, Rodchenko, Ignatovich, Petrusov y Shaijet) la dotaron de una nueva concepción y función. Ahora sería un “medio que actúa sobre la conciencia, ya sea creándola o transformándola”. La calidad excepcional de estas imágenes fotográficas de aquellos bolcheviques hizo irreversible la consideración de la fotografía como un arte. El retrato analítico de un instante de la personalidad, como en la fotografía que hizo Rodchenko de la cara de su madre en 1924, marca la originalidad de lo que permite el uso, con talento, de una cámara, frente al retrato descriptivo o psicológico, que hace la pintura para sintetizar la expresión intemporal de una persona.

Por otro lado, tampoco debemos dejarnos hebetar por el actual clima de inductismo de la cultura. Así, Francisco Nieva nos hablaba de las obras maestras excepcionales que se habían hecho bajo la dictadura de Stalin y sus premisas a favor del arte de exaltación y propaganda, y que él había visto y admirado en Museos de Moscú; obras de autores de nombres absolutamente desconocidos en Occidente, pero dotados de una regia humildad y grandeza que harán que los rusos protejan sus creaciones siempre. Si bajo Franco se pintaron verdaderas obras maestras, también se pintaron bajo Stalin y su realismo socialista doctrinario.

Sostenía Antonio que cuando no es claramente simbólico, el arte abstracto domina al hombre moderno, haciéndolo desconfiar de sí mismo y de su capacidad de comprender el mundo de la razón y del arte. Ante las formas culturales esotéricas, los pueblos se subordinan, como las tribus ante sus hechiceros. Picasso ha sido el chamán del siglo XX. La razón del arte modernitario reclama su derecho al secreto, como la razón de Estado al suyo (ya lo decía Tácito adelantándose a Maquiavelo). Y los cortesanos del arte consolidan el poder del misterio artístico, por miedo a perder sus prerrogativas, si confiesan que ese tipo de imágenes, como rey desnudo, no tienen camisa. Toda la palabrería sobre la pintura abstracta no simbólica –seguía diciendo Trevijano de forma taxativa– obedece a esta convención cortesana y mercantil de revalorizar la chamanería en la tribu urbana. La pintura abstracta, sin imperio sobre los sentidos configurativos de las representaciones de la realidad, no puede desilusionar porque a primera vista no ilusiona. Se basa en un error intelectual o mental, no en un engaño moral, que desvía al arte de la función humanista y liberadora, que asumió desde la Antigüedad Clásica y el Renacimiento. Las consecuencias de este virulento antirrenacimiento y anticlasicismo han sido, en su dimensión subjetiva, la regresión del artista a su primitiva condición de artesano y, en su dimensión objetiva, la representatividad bolchevique de las artes que dominan hoy en los mercados capitalistas.

Un año después de la muerte de Antonio, su secretaria, Helena Bazán, organizó el 6 de marzo de 2019 un acto conmemorativo en Pozuelo, muy cerca de la casa de Antonio en la calle Alondra, y tuvo la delicadeza de invitarme. En aquel acto encontré algunas personas interesantes, como la hija del dictador guineano Macías, Mónica, que siempre había mantenido una estrecha relación con Trevijano. Recuerdo que llevaba un jersey verde que hacía juego con sus zapatos. Me senté con dos vecinos de Alhama de Granada, la cuna de Antonio, y fui una de las tres personas que habló del homenajeado a lo largo de la cena. Hablé como amigo de su corazón y de su enorme talento y no como miembro del MCRC. Recordé su esencial espíritu caballeresco, que debería nimbar siempre todas las acciones del MCRC, y que la instauración de la Democracia en España debería suponer también la “reconquista” de la España. La conquista de la Democracia se debe sentir como el deber moral hipostático del MCRC, una exigencia, cumplida o no: “Si no vencí reyes moros, / engendré quien los venciera”. Los discípulos de Antonio debemos constituir la Castilla de la Democracia, porque Castilla nunca fue un territorio, sino una actitud. Hemos aprendido a mirar la política por sus ojos que, en primer lugar, tenían grandeza intelectual; en segundo término, altura moral para ser libre e independiente. En aquellos parajes de Antonio sentí que el mundo se había vuelto un poco más vacío para mí y que una parte de mi persona, una parte muy afectuosamente entrañable, se había marchado al otro mundo. Ahora bien, creo que la vida eterna existe en medio de la temporalidad y que en medio del tiempo vive lo eterno. Presente y eternidad no se encuentran uno frente al otro y en mutua oposición, como el presente y el futuro, sino que se interpenetran. Ésta es la verdadera diferencia entre utopía y escatología. La utopía, de la que siempre abominó Antonio, es algo así como el agua y los frutos ofrecidos a Tántalo. Por cada amigo que perdemos aumenta nuestra sensación de frío en este mundo, y sentí muy fría aquella noche de primeros de marzo en Pozuelo. Todos aquellos que en aquel acto estuvimos presentes, aun teniendo diferentes actitudes a ideas, aún incluso teniendo relaciones de amistad o enemistad, nos sentíamos todos “cómplices” en los asuntos esenciales de lo que representó Trevijano.

[El Imparcial]