BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
DIECIOCHO
Lo que piensan las mujeres I
“El año 1906, habiendo matado Miguel Acevedo a un hombre el 24 de febrero del año de 1906, y su afligida esposa pidió con todo fervor a la Virgen que lo sentenciaran pronto, y fue sentenciado a los seis días, el día 27 del mismo mes.- Eulalia Trujillo”
(Exvoto mejicano que adorna la chimenea de Bonifacio en Madrid.)
La misoginia ¿qué es, una rama de la metafísica o un prejuicio de la literatura? Eso querría saber Bonifacio.
Bonifacio, que nunca ha tenido ocasión de sentirse desterrado de la morada del Eterno Femenino, porque las mujeres han presidido la ceremonia de su vida –su madre viuda, su hermana huérfana, su confinamiento en un casón de monjas, sus tres esposas y sus dos hijas–, diría que la misoginia es un problema de combinaciones matemáticas, y su planteamiento resulta razonable con el argumento literario que aquel gran misógino que fue Bernard Shaw ideó para una obra que nunca escribió: I acto: Hombre: ¿Me amas? Mujer: ¡Te adoro! (El argumento está en que, siendo siempre la misma mujer, los hombres son tres.)
“Qué lucha, ¿eh?”, se admira Bonifacio, ahora que está solo y que todavía cree que el amor de una mujer vale más que la gloria, aunque sabe que en el amor los hombres como él mueren como muere el escarabajo con el olor de las rosas, y no como piensan los cándidos, que se engañan planteando el amor como un torneo de halcones y palomas; si acaso, los halcones irían con el capirote puesto y las pihuelas colgando.
Los ingleses achacan el éxito del matrimonio al hecho de ser una institución que combina el máximo de tentación con el máximo de oportunismo, dos presupuestos que se dan en el primer matrimonio de Bonifacio.
Ella se llamaba Ivonne, tenía sangre francesa y polaca, y fue su primera novia. A Bonifacio le dio dos hijas y nueve años de ternura e indulgencia: de los 24, que es el número de nervios en el hombre y la mujer, a los 33, que es el número de vértebras del esqueleto humano, como puede comprobarse visitando el Museo del Hombre.
Bonifacio evoca a Ivonne con el respeto debido a la madre de sus hijas y con la gratitud correspondiente a quien nunca cayó en la tentación de entrometerse en su pintura.
“Mi pintura es mía en mí”, hubiera dicho Bonifacio.
Pero Bonifacio quería descubrir nuevos hemisferios –pertenece a la generación de los grandes descubrimientos, pues en el erotismo, como en lo demás, había partido de la nada para avanzar hacia la más conflictiva de las miserias–, y se asoma a la calle para ver pasar, cerca de sus ojos y lejos de su vida, mujeres que lo miran como al Dios barbudo que flota en el techo de la Sixtina, hasta que un día, o una noche, concluye su historia con Ivonne y comienza su novela con Flores.