COGIDA DE ORTEGA
Entre las fiestas ofrecidas al regocijo público figuró una corrida de toros en Vilafranca de Xira.
Vilafranca de Xira es la sede de la tauromaquia portuguesa. Cabeza de una comarca donde se cría ganado de lidia, allí despiertan los toros el mayor entusiasmo y es donde existen buenos conocedores y donde los balcones se adornan ostentosamente en tal ocasión y donde se cuidan los programas para darle mayor atractivo. La corrida a que me refiero será memorable entre los aficionados a estas diversiones porque en ella fue cogido Domingo Ortega. Yo lo vi. Ocurrió el accidente cerca del asiento donde tiritaba de frío. Un viento infatigable, ese viento atlántico que azota a Portugal durante los veranos, me “trabajaba” -no encuentro medio de sustituir ese término del boxeo-, me trabajaba el costado derecho desde hacía dos horas, cuando el excelente Ortega se entró elevado a dos metros del suelo y sostenido durante algún tiempo sobre los cuernos de la fiera. Las banderitas que cortaban la plaza flameaban todas a la vez y tan deprisa como esas cintas que algunas personas ponen infantilmente en los ventiladores. El viento y no los diestros, toreaba, porque era él quien movía a su antojo y sin arte alguno, la tela de capas y muletas ante el hocico de los animales. Abrazado a mí mismo para evitar que se escapase el calor vital que aún podía quedarme, pensaba que todavía faltaban dos toros porque la corrida era de ocho, y hacía en mi contumacia de aprensivo cálculos acerca de las posibilidades que tendría de ser admitido en la enfermería de la plaza en caso de sentir, como recelaba, esa punzada en el costado con que puede anunciarse la pulmonía.
Vilafranca de Xira es la sede de la tauromaquia portuguesa. Cabeza de una comarca donde se cría ganado de lidia, allí despiertan los toros el mayor entusiasmo y es donde existen buenos conocedores y donde los balcones se adornan ostentosamente en tal ocasión y donde se cuidan los programas para darle mayor atractivo. La corrida a que me refiero será memorable entre los aficionados a estas diversiones porque en ella fue cogido Domingo Ortega. Yo lo vi. Ocurrió el accidente cerca del asiento donde tiritaba de frío. Un viento infatigable, ese viento atlántico que azota a Portugal durante los veranos, me “trabajaba” -no encuentro medio de sustituir ese término del boxeo-, me trabajaba el costado derecho desde hacía dos horas, cuando el excelente Ortega se entró elevado a dos metros del suelo y sostenido durante algún tiempo sobre los cuernos de la fiera. Las banderitas que cortaban la plaza flameaban todas a la vez y tan deprisa como esas cintas que algunas personas ponen infantilmente en los ventiladores. El viento y no los diestros, toreaba, porque era él quien movía a su antojo y sin arte alguno, la tela de capas y muletas ante el hocico de los animales. Abrazado a mí mismo para evitar que se escapase el calor vital que aún podía quedarme, pensaba que todavía faltaban dos toros porque la corrida era de ocho, y hacía en mi contumacia de aprensivo cálculos acerca de las posibilidades que tendría de ser admitido en la enfermería de la plaza en caso de sentir, como recelaba, esa punzada en el costado con que puede anunciarse la pulmonía.
VIENTO TORERO, 1947 / WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ
LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006
Ignacio Ruiz Quintano