Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Lastres es parroquia del concejo de Colunga, al Oriente de Asturias, donde el verano es primavera, y la primavera, aquel cielo de los personajes de Mingote cuya idea del cielo era precisamente la de un veraneo en el Norte.
Con los veraneos pasa como con los museos: hay, decía Azorín, museos hembras (el Louvre) y hay museos machos (el Prado).
Bueno, pues hay veraneos hembras (el Sur) y hay veraneos machos (el Norte).
El de Lastres es un veraneo macho, de puerto antiguo, con mar bien verde y una escalera de piedra que sube… al cielo, donde vive San Roque metido en una ermita que es rezadero, mirador (hacia abajo, del Cantábrico, y hacia arriba, de las lágrimas de San Lorenzo) y eterno descanso.
Los sentidos no tienen pérdida: piedra para el tacto y la vista, yodo para el olfato, y para el oído, una sucesión de campanas de iglesia, diéseles de pesca y graznidos de gaviota en los tejados.
Lastres, que una vez dio al último obispo español de Buenos Aires y a un matemático dieciochesco que ascendió a Maestro de Matemáticas de la Real Casa de Caballeros Pajes de su Majestad, se ha hecho un hueco en la Wikipedia con el personaje televisivo del Doctor Mateo, objeto de grandes y democráticas peregrinaciones a los escenarios de rodaje del serial, ya en declive, para alivio del veraneante, que soy yo, convertido a su pesar (nunca vi la serie) en guía de decorados.
–¿La casa del doctor Mateo?
–Bajando, a la izquierda.
–¿Y la cantina?
–Bajando, a la derecha.
En Lastres, una vez arriba, todo se arregla bajando.
Y la primera ventaja del veraneante madrileño en Lastres es la ausencia de otros veraneantes y de otros madrileños, personajes que a uno lo han alejado de muchos destinos veraniegos.
Porque el veraneante suele ser charlatán (y jugador de cartas) y el madrileño suele ser intrépido (y dueño de moto y perro), dos circunstancias capaces, juntas, de arruinar una vecindad y, lo que es peor, un veraneo, teniendo en cuenta que nuestros veraneos, como los días del salmista, están contados.
Me gusta la costumbre asturiana de pegar las esquelas (“Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris”) en la puerta del bar del desayuno, que mezcla café, churro y periódico con ese tirón de alma que produce siempre la pérdida de un parroquiano.
Lastres es la paz del mar y la paz del campo a una temperatura constante de 23 grados.
En la playa, en vez de con turistas, se baña uno con cormoranes zigzagueantes, como Di Marías de agua.
La comida responde en cada mesa al lujo asturiano de la abundancia.
Hay bolo palma, pasacalles con gaita, procesión de San Roque y mercado medieval.
Se madruga como en Burgos, pero se trasnocha como en Hollywood.
Madrugar, ¿para qué?
Para ver salir el sol, comprar el pescado en La Chucha y la carne en El Cristo.
Trasnochar, ¿para qué?
Para tomar copas en El Azor, una capilla de creyentes en el Michael Jackson viviente, y acabar bailando el Moonwalk con Julio Forascepi, el propietario, y su “Pites de caleya”
Que eso, después de todo, es el verano.
Julio Forascepi