Horacio Lavandera
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Chopin en el Museo del Prado. Al piano, el argentino Horacio Lavandera. Entre el público, con runrún de popularidad “justicialista”, ¿los Liaño? (“¡los Liaño!”, cuchichea el pueblo), abogados de los Bárcenas.
Valses, polonesas, nocturnos, fantasías, baladas, estudios… Y de propina, la “Marcha fúnebre”.
Chopin era tuberculoso, y con eso ya se acercaba a la cadaveridad (“mon cher cadavre”, le decía su Georges Sand): pocos intérpretes han sabido librarse del morbo de desmayar y arrastrar las cosas que Chopin tocaba sencillamente.
–¡Hasta Querol se permite en la parte central de la “Marcha fúnebre” arrastres con pegajosa miel en las yemas de los dedos! –refunfuña Gerardo Diego, que está con Gide en el reproche a Cortot de esas inadmisibles delicuescencias.
(“Es ‘la’ mejor pianista que he oído”, dijo de Cortot el poeta de las décimas.)
¡Pobre Chopin, víctima de la mala literatura y de la peor musicalidad de los “virtuosos de gabinete burgués”, que matan al Chopin vigoroso y genial de las polonesas y estudios para quedarse a solas con el melancólico soñador de valses y nocturnos!
–Chopin es el poeta del piano, el poeta y el músico de la clase media… y también el preferido de las muchachas.
Un cursi, o algo así, dicho por Baroja.
Chopin multiplicando en pianos y corazones su bálsamo consolador y su confidencia sentimental.
Es la música de esta España titánica (por su anhelo de “Titanic”).
Es la música de esta España titánica (por su anhelo de “Titanic”).
¿Y Berlanga?
La historia dice que Chopin conseguía que el piano cantase con voz de tenor o de soprano con pausas para respirar.
Es la defensa francamente chopinesca que Liaño ha de interpretar al piano de Bárcenas, el hombre que parecía Paulie Gualtieri y Didier Deschamps y sólo es un clase media española, como Roldán.
En el atril, nueve carpetas como nueve musas: cuatro azules, dos amarillas, una sepia, una verde y una… lila.
España es tocar a Chopin y que salga Jaime Ostos.
Y la verdad: donde esté Ostos, que se quite Chopin.