Ignacio Ruiz Quintano
Abc
No se me va de la cabeza el retrato de Bárcenas en el “metro” de Soto del Real.
Bárcenas no es Madoff, que no se parece a nadie: si acaso, un aire a Rafael Sánchez Ferlosio, ¿y quién pone cara en España a Ferlosio?
Fisonómicamente, Bárcenas podría ser el retrato resultante de muchos personajes populares juntos, desde el “soprano” Paul “Paulie Walnuts” Gualtieri hasta mi paisano el periodista Escolar, pasando por el seleccionador de fútbol francés Didier Deschamps, y de esta manera no logra quedarse con su cara nadie.
Bárcenas nunca podrá decir lo que Neruda:
–Cuando me ven llegar con mi cara de cárcel…
A Bárcenas se le ve venir, pero no se sabe a dónde va, pues tiene cara de todo el mundo, que es una cara como de cuesta (recordar es subir una cuesta): la que él ha de gatear para cuadrar ante el juez las cuentas de la vieja a base de dedos y bisbiseos.
Seguro que su compañero de celda entenderá ahora por qué no hay más que acercarse una gallina a la oreja para poder oír el crujido de las piedrecillas que las ayudan a hacer la digestión.
Puro fantasma lumínico, dijo Ortega que es el buen retrato español, con ese dramatismo (casi místico) de “aparecerse”: el “aparecido” como mediador entre el mundo de allá y el mundo de acá.
Colocado en el rasero del sistema métrico decimal (“hasta aquí llegó la riada”, viene a indicarnos esa foto), Bárcenas se nos aparece como fantasma (otro) de nuestra democracia, y por eso estos retratos penitenciarios debería hacerlos, por su tremendismo, Alberto García-Alix, Ribera de la posmodernidad, y no un fotomatón.
Estos fantasmas de nuestra democracia son como aquellos jamones fantasmas que Gómez de la Serna veía vestidos con traje interior de punto en un colmado.
–Son campanas que dan alegría al trasnochador.
Y una noche los más trasnochadores vieron cómo los jamones huían por la ventana, como verdaderos fantasmas que aprovechan la hora sin nadie para estirar un poco las piernas.