Abc, 23 de enero de 1988
Jorge Bustos
Spike Lee se ha especializado en el biopic de negros que destacan. Como él mismo es un destacado cineasta negro, todos esperamos que un día cierre el círculo de la negritud sobresaliente biografiándose a sí mismo en la gran pantalla. Mientras eso sucede, su próximo proyecto consistirá en adaptar para la HBO un monólogo titulado “Mike Tyson. La verdad indiscutible”, con el que el propio ex campeón de los pesados venía recorriendo los escenarios norteamericanos como otro toro salvaje aceptablemente redimido por el show business.
La verdad indiscutible sobre Michael Gerard Tyson (Brooklyn, 1966) establece que fue el boxeador más salvaje de todos los tiempos, la fuerza menos humana que jamás se haya desencadenado sobre un ring. Otros ha habido más técnicos, más estéticos, más rápidos, más resistentes, más invictos, más ricos, desde luego más inteligentes. No parece posible superar el palmarés de Sugar Ray Robinson; nadie pudo vencer a Rocky Marciano; Alí es el más grande por una carismática confluencia de todas las virtudes pugilísticas. Pero nunca un hombre ha inspirado tanto miedo a otro hombre (entrenado a su vez para dar miedo), nunca nadie ha prendido tan justificadamente el escalofrío del pánico en el alma de sus víctimas como Mike Tyson, el noqueador más terrorífico de todos los tiempos.
Tyson se crió en Brownsville, la zona más deprimida y deprimente de Brooklyn, las peores calles de entre las malas calles neoyorquinas de los setenta. Era un niño acomplejado por el sobrepeso del que abusaban los trapichas adolescentes. Cuando le quitaban las gafas para jugar con ellas, el pequeño Mike huía aterrorizado ante la sola posibilidad del enfrentamiento físico; pero más tarde, una vez conjurado el peligro, le embargaba la humillante resaca de rabia que deja la impotencia. Se aficionó a las palomas, que adquiría con el dinero que hurtaba al vecindario. Un día, uno de aquellos chavales mayores que él le robó un pájaro, y cuando Mike le persiguió suplicando que se lo devolviera, aquel insensato se volvió hacia su perseguidor, le mostró la paloma apresada entre las manos, con un brusco movimiento le retorció el pescuezo al animal y arrojó a los pies de su dueño el cadáver todavía caliente. Un incendio que ya no se apagaría se declaró en el interior de Michael: se abalanzó sobre el colombicida y le propinó la primera paliza de una vida generosísima en palizas. “Supe que nunca más tendría que preocuparme de que alguien se metiera conmigo”, confiesa sollozando como un niño de 40 años en uno de los documentales que más tarde han dedicado a su leyenda.
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