Famoso entre los griegos...
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Famoso entre los griegos era el lujo con que vivían los habitantes de Síbaris, colonia aquea fundada al sur de Italia en el 721 a. C. que prosperó hasta extremos fabulosos gracias a la feracidad de sus campos y a la neurálgica ubicación de su puerto comercial en el Mediterráneo. Famoso fue el gobernador de Síbaris que prohibió los gallos para preservar el despertar natural de sus habitantes, y desterró a herreros y carpinteros porque el ruido de su oficio trastornaba el descanso popular. Famosa se hizo la leyenda de un sibarita que dormía en un lecho de pétalos de rosa y sin embargo un día se quejó a un forastero de que no había podido pegar ojo porque uno de los pétalos estaba doblado. Era fama que una red de canales transportaba el vino directamente del campo al centro urbano de Síbaris, para que sus avecindados pudieran embriagarse abrevando en las fuentes públicas. Y famoso fue el final de Síbaris, cuyos guerreros presumían de que sus caballos bailaban al son de la música; cuando entraron en guerra con la vecina Crotona, los crotonenses contrataron a músicos que en el fragor de la batalla empezaron a tocar sus instrumentos, poniendo a bailar a los caballos de los sibaritas, causando el desconcierto general –la lírica batiendo a la épica– y rindiendo la prodigiosa ciudad a sus enemigos, que la redujeron bárbaramente a cenizas, seguramente por envidia. Como siempre sucede en el mito griego, la soberbia acaba dictando la condena del héroe.
Nuestro tiempo no globaliza el lujo con la misma uniformidad que la miseria. Lo más parecido a Síbaris que tenemos hoy son los paraísos fiscales, que están restringidos a unos pocos sibaritas por herencia, pelotazo o maletín traspapelado. El sibaritismo se antoja una verdadera provocación en esta hora de socialdemocracia moral y liberalismo exclusivo, y desde luego se antoja un pecado bíblico para esa clase menestral de la intelectualidad que forman los buenos escritores. Los buenos escritores suelen ser sibaritas encerrados en el cuerpo de un pobre; de ahí el resentimiento que profesan a los grandes potentados de la sociedad, que suelen ser pobres recubiertos de sibaritismo deslumbrante. El buen escritor se encuentra entonces ante la disyuntiva del rencor o la imitación voluntariosa. Quienes se lanzan por el primer camino no revisten mayor interés, porque la envidia es un patrimonio barato, al alcance de cualquier fortuna. A mí me gustan, por su falta de hipocresía, los segundos, quienes escurren con sacrificio su pluma para reunir los honorarios que les sufraguen tanto confort como se puedan permitir.
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