El obispeo de J.B.
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
El penúltimo techo de cristal que aspiran a romper las feministas está tintado de violeta. De violeta episcopal, señores. Se prevé apretada la votación en el sínodo anglicano que está debatiendo si se abre a las sacerdotisas la puerta del obispado, grado de plenitud clerical en las iglesias cristianas, como saben ustedes. Hace muchos años que no es noticia ver a una señora con casulla diciendo misa en Inglaterra. Tienen ustedes a Rose Hudson-Wilkin, la capellán de la Cámara de los Comunes, quien para redondear el escándalo tradicionalista es tan negra como el neumático –y las esperanzas– de Alonso; a June Osborne, decana de la catedral de Salisbury; a Vivienne Faull, decana de York; y a la mismísima abadesa de Westminster, Jane Hedges. Todas ellas compiten ahora por ser la primera obispa del cristianismo como ejecutivas pasadas por la liturgia herética de un método Grönholm de sacristía, y yo entiendo perfectamente que se abrigue tamaña ambición, porque el gastado efecto del traje de chaqueta y los taconazos no podría en ningún caso rivalizar –caso de importarse tan quimérico supuesto al catolicismo– con la aparición de una Lomana bajando la calle Serrano como nimbada por un sol tenue, dando a besar el anillaco pastoral y apoyándose en la mitra con paso de matriarca. Se trata de la fantasía suprema de toda mujer ambiciosa: no ya crear tendencia, sino que esa misma tendencia haya sido avalada por el mismo Dios. Con lo cual se acabaron las críticas.
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