J. B. doble
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
El español es fulanista y pícaro. Nunca se fija en la luna sino en el dedo. No es que abuse del argumento ad hominem: es que no tiene otro. El español mísero todavía era paciente; el español empobrecido, tras su burbujeante paso por la condición de rico súbito, quiere las cosas para ayer, invoca derechos cuando le fallan los enchufes y dice pedir responsabilidades cuando en realidad sólo cambia cromos. Su envidia proverbial consume reyes destronados al ritmo bulímico y simétrico con que las beatas de antaño consumían hagiografías. El español, creyente o no, siempre será un beato, jaleador de escarmientos ejemplares y celoso en el perfeccionamiento de su hipocresía.
El nacionalista catalán es un tipo de español más acentuado, de una singular voracidad, que aguarda cada domingo de elecciones un pentecostés de sinecuras, una dulce redistribución de dones celestiales –o sea, de dinero público– sobre las inflamables crismas de los catalanoparlantes ungidos. Mientras calcula qué le ha caído en la piñata insta a negociar con lo que queda y manda a callar a quienes no considera invitados al convite de la democracia. El nacionalista catalán siempre gana las elecciones, por lo que las demandas dimisionarias del tertuliano se vuelven irrelevantes y obedecen antes que nada al hartazgo oral de un nombre muy manido.
Varios tertulianos pedían ayer la cabeza de Artur Mas, que perdió 12 escaños, a la vez que la de Mourinho, que perdió contra el Betis. Por buscar algún nexo en este parangón bocachancla, ambos son personajes que propugnan independencia: Artur no quiere que Cataluña pague impuestos a España y Mou no quiere que el Real Madrid los pague a las agencias bobas de calificación mediática cuyos analistas, siempre en expectativa de destino o de mesón, combinan el mondadientes con el iPad para disfrazar apenas su nostalgia del cohecho con un léxico de 200 palabras en la prensa deportiva.
El nacionalista catalán es un tipo de español más acentuado, de una singular voracidad, que aguarda cada domingo de elecciones un pentecostés de sinecuras, una dulce redistribución de dones celestiales –o sea, de dinero público– sobre las inflamables crismas de los catalanoparlantes ungidos. Mientras calcula qué le ha caído en la piñata insta a negociar con lo que queda y manda a callar a quienes no considera invitados al convite de la democracia. El nacionalista catalán siempre gana las elecciones, por lo que las demandas dimisionarias del tertuliano se vuelven irrelevantes y obedecen antes que nada al hartazgo oral de un nombre muy manido.
Varios tertulianos pedían ayer la cabeza de Artur Mas, que perdió 12 escaños, a la vez que la de Mourinho, que perdió contra el Betis. Por buscar algún nexo en este parangón bocachancla, ambos son personajes que propugnan independencia: Artur no quiere que Cataluña pague impuestos a España y Mou no quiere que el Real Madrid los pague a las agencias bobas de calificación mediática cuyos analistas, siempre en expectativa de destino o de mesón, combinan el mondadientes con el iPad para disfrazar apenas su nostalgia del cohecho con un léxico de 200 palabras en la prensa deportiva.
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