Juan García Hortelano
La gente no sé si acaba de entender lo que es exportar: es vender a uno
de otro país algo. El espíritu nacional para el materialista es esa
exportación. Pues bien, ¿qué puede exportar el español sino pisos?
Hughes
Unas declaraciones del Secretario de Estado de Comercio, García-Legaz, en las que daba a conocer la intención del gobierno de reformar la Ley de Extranjería para poder conceder permiso de residencia a extranjeros que adquiriesen un piso en España de más de 160.000 euros, ha levantado un revuelo político. Rosa Díez, con su calibrada mesura habitual, ha dicho que el país está en venta, el Psoe se ha acordado de los desahuciados y la Ugt de los banqueros.
Estas reacciones son una muestra más de la incomprensión económica de nuestra clase política, que se pierde hasta con el dinero del Monopoly, pero que en lo tocante al comercio aún se pierde más. Parecen salir recitando todos algún poema de ese libro de García Hortelano, La Incomprensión del comercio. Y es que la medida, en primer lugar, la ha anunciado el Secretario de Estado de Comercio y eso es por algo. Aquí se está hablando de comercio, de exportar. España ha de ser competitiva, nos dicen, “no seremos nada hasta que exportemos”, nos dice Rosell. La gente no sé si acaba de entender lo que es exportar: es vender a uno de otro país algo. El espíritu nacional para el materialista es esa exportación. Pues bien, ¿qué puede exportar el español sino pisos? La medida de García-Legaz sería el fomento de la exportación de pisos, como otros exportan muebles o televisiones. Cuando estudiábamos a David Ricardo casi nos parecía moral, ético, que cada país vendiese sólo aquello en que tuviera ventaja competitiva. La ventaja competitiva era el genio local aplicado al comercio.
La resignación de García-Legaz es sólo sensatez. Cambiar el modelo productivo del español es un estalinismo, suena a quinquenio, a laboratorio, a mecanización del proceso de vivir. No, lleguemos a la sabia sencillez de conocernos: lo que mejor hacemos son pisos. Hacemos unos pisos del copón. Unos pisos piloto que ni la HBO. Unos alicatados, unos adosados en cualquier sitio, unas promociones, unas jardincillos lecorbusianos en cualquier extrarradio…
El error de España fue producir pisos para el español. Eso ya se vio que tenía poco recorrido. Producía pisos para la demanda interna y exportaba naranjas, molinos de viento, trenes o cerámica, pero con esa economía del querer ser, de la presunción, hemos llegado al punto en el que estamos. No, hay que empezar a producir pisos, pero para el exterior.
España exportará pisos a chinos y rusos, que en lugar de llevarse el chalet como los estadounidenses se llevaban ladrillo a ladrillo el castillo francés, vendrán a España, pero el efecto será el mismo.
Con chinos y rusos se culminará, cerrando el círculo, la orientalización izquierdista del país, que tan afanosamente buscaron en los levógiros años treinta las masas encefálicas y ateneístas.
Y el español de a pie, miserable en su concepción del mundo, si al ecuatoriano le pedía que viniera con un trabajo bajo el brazo, ahora puede tranquilizarse al enterarse de que el chino no viene con un trabajo (¡cómo, si no lo hay!) sino con un piso.
Cualquiera que venga aquí tiene que tener muy claro que lo que necesita es un piso.
El español al emigrante no podía pedirle el trabajo, así que le pide que venga con piso y así vendrán a España todos los obsesivos de la real estate, los chalaos de lo inmobiliario. Los fetichistas del ladrillo.
Porque en España la izquierda es masónica, o sea, ladrillera; y la derecha es constructora, es decir, ladrillera también.
En las películas americanas el momento iniciático de la libertad llega cuando el padre le da al hijo el llavero con las llaves del coche. Ese llavero es la libertad alcanzada, es risa, tintineo y aceleración. En España es el llavero de la casa, con las llaves del piso, de la entrada, del trastero, el garaje y el buzón, esa llavecita como de cofrecillo que es la del buzón, que nos encanta tenerla aunque ya no haya cartas. Ese juego de llaves es la alegría del español, cancerbero y dueño, que va por la vida de portero de sí mismo, cuando no de sereno.
Estas reacciones son una muestra más de la incomprensión económica de nuestra clase política, que se pierde hasta con el dinero del Monopoly, pero que en lo tocante al comercio aún se pierde más. Parecen salir recitando todos algún poema de ese libro de García Hortelano, La Incomprensión del comercio. Y es que la medida, en primer lugar, la ha anunciado el Secretario de Estado de Comercio y eso es por algo. Aquí se está hablando de comercio, de exportar. España ha de ser competitiva, nos dicen, “no seremos nada hasta que exportemos”, nos dice Rosell. La gente no sé si acaba de entender lo que es exportar: es vender a uno de otro país algo. El espíritu nacional para el materialista es esa exportación. Pues bien, ¿qué puede exportar el español sino pisos? La medida de García-Legaz sería el fomento de la exportación de pisos, como otros exportan muebles o televisiones. Cuando estudiábamos a David Ricardo casi nos parecía moral, ético, que cada país vendiese sólo aquello en que tuviera ventaja competitiva. La ventaja competitiva era el genio local aplicado al comercio.
La resignación de García-Legaz es sólo sensatez. Cambiar el modelo productivo del español es un estalinismo, suena a quinquenio, a laboratorio, a mecanización del proceso de vivir. No, lleguemos a la sabia sencillez de conocernos: lo que mejor hacemos son pisos. Hacemos unos pisos del copón. Unos pisos piloto que ni la HBO. Unos alicatados, unos adosados en cualquier sitio, unas promociones, unas jardincillos lecorbusianos en cualquier extrarradio…
El error de España fue producir pisos para el español. Eso ya se vio que tenía poco recorrido. Producía pisos para la demanda interna y exportaba naranjas, molinos de viento, trenes o cerámica, pero con esa economía del querer ser, de la presunción, hemos llegado al punto en el que estamos. No, hay que empezar a producir pisos, pero para el exterior.
España exportará pisos a chinos y rusos, que en lugar de llevarse el chalet como los estadounidenses se llevaban ladrillo a ladrillo el castillo francés, vendrán a España, pero el efecto será el mismo.
Con chinos y rusos se culminará, cerrando el círculo, la orientalización izquierdista del país, que tan afanosamente buscaron en los levógiros años treinta las masas encefálicas y ateneístas.
Y el español de a pie, miserable en su concepción del mundo, si al ecuatoriano le pedía que viniera con un trabajo bajo el brazo, ahora puede tranquilizarse al enterarse de que el chino no viene con un trabajo (¡cómo, si no lo hay!) sino con un piso.
Cualquiera que venga aquí tiene que tener muy claro que lo que necesita es un piso.
El español al emigrante no podía pedirle el trabajo, así que le pide que venga con piso y así vendrán a España todos los obsesivos de la real estate, los chalaos de lo inmobiliario. Los fetichistas del ladrillo.
Porque en España la izquierda es masónica, o sea, ladrillera; y la derecha es constructora, es decir, ladrillera también.
En las películas americanas el momento iniciático de la libertad llega cuando el padre le da al hijo el llavero con las llaves del coche. Ese llavero es la libertad alcanzada, es risa, tintineo y aceleración. En España es el llavero de la casa, con las llaves del piso, de la entrada, del trastero, el garaje y el buzón, esa llavecita como de cofrecillo que es la del buzón, que nos encanta tenerla aunque ya no haya cartas. Ese juego de llaves es la alegría del español, cancerbero y dueño, que va por la vida de portero de sí mismo, cuando no de sereno.