La pose de la intelectualidá
Visto y no visto
FOXÁ Y LOS 18 COMUNISTAS
FOXÁ Y LOS 18 COMUNISTAS
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Febrero de 2011
En ese parque temático del progreso ibérico que es Sevilla brilla la estrella de Pepa la concejala, venida de Córdoba, donde tenía prohibido “el florecimiento de los jazmines”, para prohibir la lectura de Foxá, cosa que al caballero Bonald, el jerezano sin gracia, que tiene una Fundación, no le parece del todo mal.
–Foxá es un escritor que escribe bien, nada más. Otra cosa es que merezca un homenaje.
Esta opinión no convierte al caballero Bonald en un malvado Manolito Benavides del progreso contemporáneo, pero nos invita a preguntarnos qué es lo que, a sus ojos, debe hacer un escritor –escribir bien ya sabemos que no le vale– para merecer una atención, no de los comunistas, que nadie se la pide, sino de sus lectores, que para la Agencia Tributaria también son contribuyentes.
Mi amigo Alfredo Valenzuela, periodista con la misma pasión por los libros descomulgados que arruinara a Alonso Quijano, cree haber encontrado una respuesta en el “Diario de un extranjero en París” (páginas 91-103 de la edición española), de Curzio Malaparte.
–Si yo no fuera Malaparte, querría ser Foxá.
–Si yo no fuera Foxá, querría ser Bonaparte.
Febrero del 42. Malaparte está en el frente de Leningrado como séquito del general Edqvist, al mando de una división finlandesa, que un día apresa a dieciocho combatientes rusos que declaran ser españoles. Malaparte recurre a Foxá, representante de España en Finlandia, que empieza una odisea de idas y venidas en trineo y a cerca de cincuenta grados bajo cero, entre Helsinki y el frente, para salvar la vida a unos españoles que se negaban a ser salvados y que para los finlandeses sólo eran combatientes rojos condenados a muerte por las leyes de la guerra.
–Foxá es uno de los hombres más graciosos que yo haya conocido en mi vida –arranca Malaparte su relato–. Cuando son graciosos, los españoles son los hombres más graciosos del mundo.
Los prisioneros españoles resultan ser huérfanos de la guerra civil española enviados a Rusia y convertidos en soldados soviéticos.
–Pero somos españoles.
Españoles que ante la admiración de Foxá, que llora emocionado, se niegan a ser salvados por el representante de la España de Franco.
–Bien, nos fusilarán (los finlandeses). ¿Y después?
–¡Después os enterraré según el rito católico! –grita Foxá con rabia y con lágrimas en los ojos.
En el entretanto, uno de ellos muere de pulmonía, y en su entierro, en pleno infierno finlandés –donde las llamas son sustituidas por carámbanos, pues aquéllas darían sensación de Paraíso–, se produce la escena del supremo tremendismo español:
–El general Edqvist, yo, y los soldados finlandeses saludamos llevándonos la mano a la visera. Foxá con el brazo extendido. Y los compañeros del muerto levantando el brazo, con el puño cerrado...
Pero vayan a explicarle esto a un caballero con Fundación.
En ese parque temático del progreso ibérico que es Sevilla brilla la estrella de Pepa la concejala, venida de Córdoba, donde tenía prohibido “el florecimiento de los jazmines”, para prohibir la lectura de Foxá, cosa que al caballero Bonald, el jerezano sin gracia, que tiene una Fundación, no le parece del todo mal.
–Foxá es un escritor que escribe bien, nada más. Otra cosa es que merezca un homenaje.
Esta opinión no convierte al caballero Bonald en un malvado Manolito Benavides del progreso contemporáneo, pero nos invita a preguntarnos qué es lo que, a sus ojos, debe hacer un escritor –escribir bien ya sabemos que no le vale– para merecer una atención, no de los comunistas, que nadie se la pide, sino de sus lectores, que para la Agencia Tributaria también son contribuyentes.
Mi amigo Alfredo Valenzuela, periodista con la misma pasión por los libros descomulgados que arruinara a Alonso Quijano, cree haber encontrado una respuesta en el “Diario de un extranjero en París” (páginas 91-103 de la edición española), de Curzio Malaparte.
–Si yo no fuera Malaparte, querría ser Foxá.
–Si yo no fuera Foxá, querría ser Bonaparte.
Febrero del 42. Malaparte está en el frente de Leningrado como séquito del general Edqvist, al mando de una división finlandesa, que un día apresa a dieciocho combatientes rusos que declaran ser españoles. Malaparte recurre a Foxá, representante de España en Finlandia, que empieza una odisea de idas y venidas en trineo y a cerca de cincuenta grados bajo cero, entre Helsinki y el frente, para salvar la vida a unos españoles que se negaban a ser salvados y que para los finlandeses sólo eran combatientes rojos condenados a muerte por las leyes de la guerra.
–Foxá es uno de los hombres más graciosos que yo haya conocido en mi vida –arranca Malaparte su relato–. Cuando son graciosos, los españoles son los hombres más graciosos del mundo.
Los prisioneros españoles resultan ser huérfanos de la guerra civil española enviados a Rusia y convertidos en soldados soviéticos.
–Pero somos españoles.
Españoles que ante la admiración de Foxá, que llora emocionado, se niegan a ser salvados por el representante de la España de Franco.
–Bien, nos fusilarán (los finlandeses). ¿Y después?
–¡Después os enterraré según el rito católico! –grita Foxá con rabia y con lágrimas en los ojos.
En el entretanto, uno de ellos muere de pulmonía, y en su entierro, en pleno infierno finlandés –donde las llamas son sustituidas por carámbanos, pues aquéllas darían sensación de Paraíso–, se produce la escena del supremo tremendismo español:
–El general Edqvist, yo, y los soldados finlandeses saludamos llevándonos la mano a la visera. Foxá con el brazo extendido. Y los compañeros del muerto levantando el brazo, con el puño cerrado...
Pero vayan a explicarle esto a un caballero con Fundación.