Vicente Llorca
En la finca de A. este verano, al lado de la pared de piedra inmediata a la casa, aún se ve un Volvo, grande y sólido, al que nunca he visto moverse de ahí. Debió de ser un coche muy bueno. Pesado y fiable, con algo de prestigio invernal, de los que en Salamanca se veían muy pocos. Jesús me comenta que su padre lo utilizaba en sus viajes, o cada vez que tenía que ir a la ciudad.
Sí les he visto en cambio usar otro Jeep viejo renqueando por el campo, lleno de abollones, que más de un toro ha embestido y al que han reforzado el parachoques con unos hierros de ignota procedencia. Un tractor que utilizan para echarle de comer al ganado muestra la misma antigüedad, y un ruido asmático del motor que me recuerda al de las barcas en Altea cuando salían al mar a la tarde.
André, un crítico francés, me comentó una tarde, cuando estaba realizando un reportaje sobre la ganadería:
Se nota que son ganaderos viejos, de toda la vida.
¿En qué?
En que cuando entras a la finca las paredes están medio derruidas y la entrada de la carretera la han cerrado con alambres.
Hemos ido una mañana a ver embarcar una novillada, muy seria, para Francia. De los corrales surgía el polvo airado del verano. Parecían toros antiguos, como escapados de una lámina rancia y solemne de la época.
Luego, al día siguiente, me escribe L. para comentarme de la reciente muerte de Pepe Luis Vázquez, ese torero melancólico cuya figura en la plaza parecía también recuperada de otros días. “Esto se acaba”, recuerdo que le escribí de vuelta, sin saber muy bien por qué lo decía.
Pero sí lo sabía. Pepe Luis Vázquez era el último hilo de un toreo que enlazaba con tardes, días, años anteriores. Y que mantenía en su lenta presencia la noción de que el toreo es algo más, es la repetición de un gesto un tanto solemne, el recuerdo de una liturgia. Si no es así, le había comentado yo al regreso de un festejo en la sierra, no es sino un torpe aspaviento, la tosca agitación frente a un toro.
La última tarde que habíamos visto al torero, en Illescas -no recuerdo cuándo porque la plaza estaba cubierta y no se sabía si era otoño o verano- su faena había traído, por tardía vez, el eco de ese toreo alado que apenas habíamos ya visto. Pero que intuíamos.
Al lado de Pepe Luis, todos los otros parecen toreros modernos –comentó L., que por cierto aplaudió, como los demás, un gran quite de Morante. Y el aire esa tarde como de toreo mexicano, largo y espacioso, de Manzanares hijo.
Pero era cierto. Al lado de Pepe Luis todo lo demás era toreo moderno, un tanto artificioso, crispado.
El último diestro de la saga de san Bernardo traía el eco de una solemnidad antigua. Y la noción de que si el toreo no es algo más, no es nada.
Fuimos luego a ver la novillada de A. a Francia. Un río medieval cruzaba la ciudad por la mañana, advirtiendo de un frescor que no llegó a ocurrir. Los toros llenaban la plaza nada más salir. Eran muy antiguos también, venían de otro tiempo. Y la promesa de un acontecimiento que rara vez se cumple.