domingo, 11 de agosto de 2024

Disraeli, el tory más dandy



Martín-Miguel Rubio Esteban


   El torismo ha tenido tres grandes cumbres, el vizconde de Bolingbroke, William Pitt y Benjamin Disraeli. De los tres el último fue el mejor orador británico del siglo XIX, constructor de las frases más ingeniosas y salpimentadas, y quien actualizando el torismo lo convirtió en el Partido Conservador. Winston Churchill y Margaret Thatcher serán los otros dos grandes tories del XX. Tory es un diminutivo del irlandés que viene a significar algo así como “papista”, término reservado a los que sostenían los derechos hereditarios al trono de Jacobo, hijo de Carlos I de Inglaterra. Los principios fundamentales del torismo bajo Disraeli, y que aún continúan, son: adhesión a la democracia, respeto de la tradición de las instituciones, atención permanente al pueblo y muy especialmente al campesinado (todo tory verdadero es campesinista), y devoción a la causa de la monarquía parlamentaria, factor esencial en el equilibrio de la nación. Como judío, y orgulloso de serlo, no utilizó jamás, sin embargo, el poder político para defender la causa judía. Pero defendió con pasión esta causa desde la literatura. Su obra, The Woundrous Tale of Alroy, sobre el judío persa del siglo XII David Alroy, que intentó reconquistar la ciudad de Jerusalén con un ejército de judíos y que murió decapitado  —los judíos no dejaron jamás de soñar en Israel—, está llena de amor por su raza, y constituye su mayor hazaña en la defensa de los derechos de los judíos. Pero es, sobre todo, en su novela Coningsby, en donde mejor expresa su profunda admiración: “Los judíos han desempeñado y desempeñan el papel principal en cada movimiento intelectual europeo. Los primeros jesuitas eran judíos; esta misteriosa diplomacia rusa que tanto inquieta a Europa occidental está orquestada por judíos; los judíos monopolizan la casi totalidad de las cátedras universitarias en Alemania y allí preparan esa gran revolución de la que tan poco se sabe en Inglaterra hasta el presente, pero que será de hecho una segunda y más grande Reforma”.


Disraeli fue uno de los hombres más encantadores de los salones de la alta sociedad londinense y europea, llamaba la atención por sus ropas, en donde el terciopelo negro y sus zapatos con hebilla de plata resaltaban —¿reminiscencias de los judíos en las cortes españolas, en donde el negro era el color de nuestra monarquía?—, su pelo largo y ensortijado, su vasta erudición clásica —sabía hablar en latín y griego clásico—, y la delicadeza que usaba con toda clase de mujeres lo convirtieron en un verdadero seductor del pueblo y de las damas casadas. Las mujeres, sus admiradoras y sus amantes, fueron fundamentales en los éxitos de la carrera política del elegante “Dizzy”. Así, por ejemplo, lady Blessington se halló en el origen de la carrera política de Disraeli. Y su mujer, Mary Anne, doce años mayor que él, fue su constante apoyo maternal. Eran los tiempos aún de Guillermo IV, en los que la disipación no dañaba a una carrera política.


La relación calculadora y fría de Disraeli con sus enormes deudas sólo puede compararse con la que tuvo Julio César con su mastodóntico aes alienum. Es así que César y nuestro político dandi hicieron que de su propio éxito estuvieran más interesados sus asustados acreedores que ellos mismos. Recuperar el dinero y sus intereses pasó por subir al poder a aquellos dos geniales deudores.


El martes, 20 de junio de 1837, muere Guillermo IV, y su frágil sobrina, la ahora flamante reina Victoria, de 18 años, disuelve el Parlamento. Comienza la gloria de Disraeli, el político más grande de su época. Aunque tory se opone a la “Poor Law” de Peel y el viejo Wellington: “El principal objetivo que esta ley propone se basa no solamente en un error político, sino también en un error moral. La ley parte del principio de que la ayuda a los pobres incumbe a la “caridad”. ¡Yo afirmo que es un derecho civil de todos los ingleses pobres!”. Por primera vez en Inglaterra los problemas de la pobreza incumbirán al Estado británico, y el gobierno deberá aliviarlo. Los pobres, esa “segunda nación” que Disraeli pondrá en escena en su novela Sybil, conforman los ejércitos del Imperio y cada pobre británico desautoriza moralmente al gobierno, tal como prueba Dickens entonces con imágenes dramáticas. En esos momentos los whigs —“whig” designaba a los ladrones de caballos y de ganado y calificaba a los presbiterianos adheridos al protestantismo— gobiernan por la mínima, gracias sólo al voto del independentista irlandés O´Conell, que dio su voto a los whigs a cambio de recibir la alcaldía de Dublín. Un Puigdemont de la época victoriana, pero menos cobarde que el catalán. Para Richard Leilor Sheil, dramaturgo, escritor, miembro del Parlamento whig, Disraeli ha sido el más grande orador que ha conocido la Cámara de los Comunes. “Por causa conservadora entiendo el esplendor de la Corona, el renombre de los Pares, las prerrogativas de los Comunes, y los derechos de los pobres”.


El 28 de junio de 1838 es coronada la reina Victoria. Los espléndidos fastos que acompañan al acto satisfarán el gusto de Dizzy por la grandeza de la monarquía, cuya importancia él no ignora, tanto para los poderes políticos, llamados a respetar al soberano, como para el pueblo, halagado por esa demostración del poder del reino al que se asocia en esta ocasión por su participación en las fiestas y celebraciones. Nada es demasiado bello para hacer de ese día una fiesta popular a la gloria del reino. Pero el 13 de mayo de 1839 Dizzy publica una carta, verdadero código de conducta para uso de una reina muy joven, que comenzaba a cometer el error de principiante de ponerse de parte más de un partido que de otro. Disraeli, monárquico hasta la médula, le conmina a su joven soberana a luchar siempre contra las conspiraciones palaciegas y las intrigas de pasillo, y no a encontrarse jamás como centro y títere de ninguna camarilla. Bella lección de un leal súbdito a su monarca, y no estaría mal que leyesen esta carta nuestro Felipe VI y su hija, la princesa doña Leonor. Disraeli llegará a tener una enorme influencia sobre la reina, sobre todo cuando se haga amigo del marido de ésta, el príncipe Alberto de Sajonia Coburgo. La verdad es que al principio cayó mal a la Reina por su rebuscado dandismo, pero pronto conquistará el corazón de la soberana y se convertirá en su mejor confidente. La mayor parte de los principios de política internacional de Disraeli han sido heredados por el Foreign Office, y permanecen aún vigentes en la política exterior británica.


Amistad perpetua y sincera con los EEUU. Defender siempre los intereses de los EEUU en cualquier parte del mundo.

Impedir que los rusos lleguen con su Armada a los mares calientes, en particular al Mediterráneo. Eso explica el constante apoyo británico a Turquía (“Turquía es un hombre enfermo”) en la feroz y sangrienta represión que los turcos llevaron a cabo tanto en Serbia como en Bulgaria, finalmente liberada por los rusos. Dizzy se entendió siempre mejor con los turcos que con los griegos, cuya independencia se debió sobre todo al apoyo ruso. Mantener a los rusos fuera de los Dardanelos era vital para el Imperio británico. Para ello, y por mediación de Diz, Inglaterra mandó las primeras fragatas construidas a vapor para el Imperio Otomano. También en Afganistán se oponen los intereses ingleses y rusos. No obstante, no está de acuerdo con la política abiertamente agresiva y descarada de Palmerston. Los rusos deben ser controlados, pero nunca desafiados y jamás despreciados.

Hacer todo lo posible y hasta lo imposible para impedir que jamás rusos y alemanes sean amigos, aunque para ello se tengan que emplear la intriga y la conspiración. No es extraño, por tanto, que el gran Dostoyévski, alma patriótica donde las haya, llamase al vizconde de Beaconsfield “el vizconde Tarántula”.

Desde siempre en Francia las clases dirigentes son generalmente favorables a Inglaterra, pero la mayor parte de la nación le es hostil. En Inglaterra, a la inversa, la mayor parte de la población es favorable a Francia, mientras que las clases superiores no tienen ninguna simpatía por Francia. Los ingleses y franceses no llegaron a las manos en Marruecos en 1844, cuando los galos bombardean Tánger, sólo gracias a la mediación de Disraeli.

Se opuso siempre a la política de represión sangrienta como forma de resolver el conflicto irlandés.“¿Qué hay más extraño que ver a los descendientes de los Caballeros pensando en gobernar Irlanda según los crueles principios de las Cabezas Redondas?”. Las Cabezas Redondas fueron los salvajes partidarios de Cromwell, que aplastaron una rebelión irlandesa con una crueldad tal que se recordará siempre en Irlanda.

     

Gracias a sus escritos y artículos vemos que era un excelente psicólogo y buen escrutador de caracteres, y de hecho pocos han retratado de manera tan ajustada a los grandes líderes de su época: A Napoleón III lo califica de torpe y venal —términos que llegan a coincidir con los que Marx le dedica—; a Thiers, de cruel, falso y desalmado; a Luis Felipe de Orleáns, amable y siempre con buenas intenciones, pero débil, etc.


Sus grandes enemigos, como casi siempre suele suceder, fueron los de su propio partido, llegando a cortar relaciones con el Primer Ministro Robert Peel, quien no lo nombra ministro, a pesar de que la caída de los whigs se debió totalmente al constante trabajo de zapa de Benjamín. Es entonces cuando está a punto de formar un nuevo partido, el partido de la “Young England”. El partido de la Joven Inglaterra se constituye sobre los principios de Dizzy: fasto monárquico, poder parlamentario, y respeto y extensión del sufragio popular hasta hacerse universal. Estos principios del torismo británico se encuentran desarrollados en su ya citada novela Coningsby, más manifiesto político que novela, y que ha representado siempre la Constitución espiritual del Partido Conservador.


Disraeli consideraba que al ser los periódicos el principal medio que moldea la opinión pública, todo gobierno que quiera ser estable tiene que llevarse bien con la Prensa, pero sin atenazarla o sobornarla, como hacen hoy nuestros degenerados partidos políticos.


    Nuestro Antonio Cánovas pretendió ser el Disraeli español. No tenía el genio polimorfo del inglés, pero al menos tuvo el buen gusto de imitarlo. Si ya Disraeli en la Inglaterra victoriana era demasiado exuberante, demasiado dandy, demasiado inteligente, demasiado culto sin duda para el término medio de los diputados, en esta España del analfabeto Alvise, hubiese sido por completo imposible su misma existencia. Será que cada pueblo tiene lo que se merece, como dijo otro prócer inglés.


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