Hughes
Abc
Se pitó el himno, pero aún se pudo escuchar. Hubo gente que aplaudió y hasta una bandera de España en el tercer anfiteatro. Quise ver otra, pero resultó ser un anuncio de Estrella Damm. Desde la tribuna de prensa, mientras caía el diluvio, se distinguía claramente la figura cuadrada, recta de Felipe VI. De repente se entendieron todos los años de preparación, de Academia y desfiles. Por fin el Rey dejó de ser un «joven de su tiempo». ¡Ya estaba por encima de sus contemporáneos! En la marcialidad de esa estampa rígida, por contraste, hubo algo emocionante. Felipe VI tuvo anoche una especie de refrendo sentimental y un sacrificio posmoderno. No se hizo el sordo, puso el semblante del que escucha muy serio.
Y no se diga más eso de que está feo mezclar «política y fútbol». El fútbol, todo él, encierra mucho gregarismo y localismo. A la salida de los jugadores, el vínculo entre los aficionados del Athletic y su equipo parecía una pasión tan primaria y fuerte que haría imposible la operación intelectual de identificarse con un himno que incluyese a un tercero. No se entiende cómo hay tanto antitaurino y tan poco antifutbolero.
En Barcelona flotaba la atmósfera Colau. El Primavera Sound, las turistas rubias y mucha gente en chanclas. Las chicas en bici podían ser concejalas de urbanismo, la guardia urbana ya no pondría multas y la economía se movería por el mecanismo fiduciario del buen rollo. Colau había interpretado la pitada en la víspera: es un derecho. Silbar es algo fugaz, espontáneo y su prolongación es antinatural. Es como reclamar el derecho a dejar de parpadear durante 50 segundos.
Un taxista lo explicó mejor: «Yo soy español, pero si voy por la calle y veo un cajero... ¡pues le escupo! ¡Pues esto es lo mismo!». La naturaleza simbólica del himno la entienden, pero para algunos representa hasta el ardor de estómago.
La declaración de Colau, en cualquier caso, abría interesantes posibilidades: a partir de ahora todo puede ser pitado. Hasta sus intervenciones.
Minutos antes, la única oportunidad que le quedaba al himno para ser respetado era la presencia de Wert, que le pitaran a él, que se entretuvieran con él. Pero no se aceptó el canje. El pitido fue húmedo, acuchillante, vertical, y calaba, pero la megafonía estaba al máximo y la música sobrevivió. Era como una provincia entera pidiendo un taxi. Todos los perros callejeros de la ciudad tuvieron que acudir a las proximidades del Camp Nou. Algunos culés confesaron que a Figo, con todo, se le pitó más, lo que resulta un poco decepcionante.
En Valencia, a los que van a ver la mascletá por primera vez les aconsejan que abran la boca para no sufrir daños en el oído. Con la boca abierta se vio el semblante del Rey, serio, pero resuelto, y la risa de Cheshire de Mas. Cerca del Rey, como dos alabarderos góticos, estaban Villar y Arminio.
El sonido fue tan grande que tembló la señal de televisión. Existía durante esos segundos la posibilidad de que las fuerzas del orden nos desalojaran a todos como en una redada en un club gay de los años 60.
La historia del país podría contarse con estas finales. Hay una foto en el archivo de ABC de una final de posguerra entre el Athletic y el Barcelona con los dos equipos saludando brazo en alto. En plena democracia llega esta forma de violencia del decibelio, entre festiva y simbólica. Entre medias, en el 84, años de plomo de Eta, los equipos acabaron agrediéndose en el césped.
«En otros países no pasa esto», se dice el indignado, y hace por imaginar al estadio de los Yankees pitando a Beyoncé mientras canta el himno.
El recepcionista, por ejemplo, sabía cómo congraciarse con los del Athletic: «Ustedes no van a ganar, ¡pero por lo menos pueden pitar el himno!». La pitada lograba la concordia entre unas aficiones que, sin embargo, no se pusieron de acuerdo durante el partido para pedir la independencia. Cada una, obviamente, pidió la suya y lo que les unió fue Felipe VI.
Aunque se afecte indiferencia, al que tuviera un átomo de españolía la pitada le hizo hervir la sangre. Otros, que no pitaban, sonreían como Adúriz. Algo de pueril divertimento, de costumbre gamberra y consentida ha acabado teniendo este asunto. Con la rapidez de un cronista, el Gobierno emitió durante el partido un comunicado que casi parecía destinado a ser leído por megafonía. La investigación anticipa una sanción. A veces el Código Penal se saca como un libro de Kierkegaard, para pasearlo un rato. Queda eso o traer a Beyoncé para que cante. Como no hay letra acabaría bailando «I’m a Single Girl». En previsión de la sanción, entre algunos aficionados del Barcelona se ha desarrollado cierta picaresca: descargan una aplicación que emite un pitido. No silban ellos y pueden acreditarlo. Se ha refinado mucho en materia de ultrajes a los símbolos del Estado.
Con melancolía se imagina uno a la Infanta preguntándole a S. M: «¿Me pitarán a mí también, papá?». «En el mejor de los casos, hija, en el mejor de los casos...».
Tras el partido, más de uno seguía soplando su silbato. Como el niño del tambor de Gunter Grass, erre que erre. Y al apagar la luz, en silencio, ya en la cama, quizás escuchasen un pitido. El nacionalismo es como un acúfeno. Íntimo e inevitable.