sábado, 17 de agosto de 2013

Surveillance

La gran prueba

Hughes
Abc

La telerrealidad explota el trabajo de mirar
y de ser visto.

Mientras escribo, Canal Sur 2 emite «La gran prueba», una película de William Wyler sobre los cuáqueros americanos. Lo extraordinario es que se trata de una emisión para ciegos. Cuando calla Gary Cooper una voz en off va explicando las escenas como en un audiolibro. Es cine para ciegos, concretamente cine cuáquero para ciegos, que creo yo que es el no va más de la ejemplaridad.
A programas de este estilo habrán ido a parar los anunciantes que abandonaron «Campamento de Verano», un programa tan escandaloso como para haber provocado el exilio de Lucía Etxebarría, que uno imaginaba intentaría con el reality lo que Amélie Nothomb en su novela «Ácido Sulfúrico». 

Por molestar, Campamento ha molestado hasta a los boy scouts.
El programa tiene el aroma a reality pobretón, pero excesivo que tuvieron antes «Hotel Glam» o «Esta cocina es un infierno», programas de culto trash. Es un guilty pleasure –placer culpable–, lo que uno se pone el día en que decide saltarse la dieta (por eso es tan asombroso el veto de una marca de fast food, ¿quién se come una hamburguesa viendo un documental?). No diré que sea buena televisión, tampoco aporta a los anunciantes el prestigio de lo ejemplar, pero hay un alegre exceso en Sandoval lidiando con su aracnofobia mientras arremete contra la «Concejala dedófila» (la Hormigos); en Mónica Pont y su copa de vino o en la novia choni y absolutamente Russ Meyer de Esteban («yo soy una señorita»).

En «Ácido Sulfúrico», la Nothomb describe un reality-campo de concentración. El público nomina a un participante para que sea ejecutado y entre tanto disfruta de las vejaciones. Los periódicos tratan la cuestión moral y aunque nadie confiesa ser espectador, las emisiones alcanzan el 100% de audiencia. Campamento no llega a ese punto (aún), pero si tiene barracones y un punto veja- show. Ya lidera la audiencia del jueves. Tomado a broma, es un pasatiempo absurdo y perezoso. Tomado en serio, tiene la radicalidad performativa de la telerrealidad. «Las cámaras limitan las posibilidades ficticias del espíritu», dice la Nothomb, que culpa enteramente al público. La telerrealidad explota el trabajo de mirar y de ser visto. La surveillance descacharrada de Telecinco.