Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Por sus “pésames” con Rosalía Mera, a los sindicalistas de clase no les gustan los millonarios, y esto es un misterio.
El sindicalista de clase nació para abogado de los pobres, pero hoy sólo es el cochero (“para ser cochero, serlo de un marqués”) del mayor de los millonarios, que es el Estado.
¡Ah, el Estado!
–¡Nos tratan como a una empresa! –se escandalizan los sabios del Museo del Mono en Burgos.
Y Borja, el jefe del Sofidú, que tiene de la cultura unas ideas muy raras (“aunque sea un servicio público, no debe ser popular”), y que compara los recortes en museos con “los autoritarismos de los años treinta” (?), sostiene que el Sofidú “multiplica por cinco cada euro del Estado”, que no sabemos si este hombre sabe qué negocio redondo (¡cinco por uno!) está poniendo sobre la mesa del museo donde un día se extravió un mejillón de la paella del cuadro de Barceló (“Big Spanish Dinner”) sin que nadie tenga noticia del bivalvo.
Pero estábamos con los ascos que el sindicalista de clase hace al “self-made man”.
Arremeter contra el pequeño millonario (Rosalía Mera, comparada con el Estado) es como si la hormiga (literariamente asociada, como el sindicalista, al mundo del trabajo) arremetiera contra el pulgón.
–Las hormigas cuidan a los pulgones –contaba Fernández Flórez en una crónica sobre los diputados catalanes–, los sacan por las mañanas, los colocan en las plantas que son para ellos más sabrosas, los dejan hacer allí lo que les da la gana: sorber el zumo, tomar el sol, pasearse, amarse… Luego los recogen y los devuelven a sus galerías. ¿Qué exigen a cambio de esto? Casi nada. El pulgón exuda un líquido azucarado del que la hormiga es tan golosa que por conseguirlo y saborearlo descuida a veces hasta el cuidado de sus propias larvas y deja extinguir la comunidad.
El sindicalista de clase, pues, no es hormiga, sino cigarra, pero cigarra a lo La Fontaine, porque la cigarra real, pobriña, es otra cosa.