viernes, 15 de julio de 2011

Galicia por mar y tierra: de la lonja al furancho

María Dolores Ortiz Espila
Para el siglo, María Ostiz



Me costó, pero lo hice. Ponerme el despertador a las tres y media de la madrugada, estrellarlo, recoger arrepentido las piezas, vestirme y bajar a la lonja, adonde cada madrugada -las aceras no están puestas pero el mar no tiene aceras- arriban los pesqueros con la captura nocturna para clasificarla por peso y especie y mandarla en urgentes camiones -o aviones- a los restaurantes de toda España. A Mercamadrid sobre todo, que ya se sabe que el mejor pescado de las costas hispanas se come en la capital donde, vaya, vaya, no hay playa. Y qué.

Mereció la pena. Vigo consta de una lonja de altura, para peces grandes, y otra de bajura, la del marisco y los pequeños sin llegar a pezqueñines, por supuesto. Ambas naves, de inmensa planta rectangular paralela al muelle, componen un fascinante mundo de laboriosidades clandestinas, heroicas y misántropas. Es como ingresar en un videojuego gótico, diseñado a pachas por Tim Burton y Joseph Conrad, de cuya virtualidad luego te arranca violentamente el acre olor a pescado que te llevas apresado hasta en los gallumbos. Por la inmensa nave de altura, blanqueada bajo la luz espectral de los fluorescentes, recadeaban frenéticos los pescadores, los tenderos, currantes varios, algún agente de seguridad, gaviotas, prostitutas y yo. Los marinos descargaban y ordenaban los peces; los proveedores los pesaban y empacaban; los policías sospechaban de mi obvio intrusismo -con una cámara al cuello, uno pasaba tan desapercibido allí como Neymar en una convención de calvos-. En cuanto a las gaviotas y a las fulanas, las primeras acechaban algún pescado sin vigilancia y las segundas a algún pescador con más dinero que escrúpulos.

Los flashes de mi cámara produjeron en el ambiente más o menos el mismo efecto que una loncha de jamón en barreño con pirañas. “Mira hijo, no sé cómo te has colado aquí, pero llevo faenando toda la noche y no soy un mono de feria para que tú andes tirándome tus fotos de mierda”, me decían sus ojos de hurón despellejado. Hasta que vinieron dos munipas y me invitaron cordialmente a salir de la lonja a falta de un permiso del Ayuntamiento, que evidentemente no tenía. Pero ya había visto lo que necesitaba. Eran las cinco, empezaba a clarear y me volví a la cama, cavilando qué oscura y extenuante rutina resulta indispensable para que alguien almuerce horas después un salmonete en la Castellana.

Otra cosa: ¿saben ustedes lo que son los furanchos? Me llevó a uno una formidable pandilla de gallegos -ellos son del Madrid, además, y entienden a Mou en portugués- que me ha adoptado. Los furanchos son una vieja tradición pontevedresa que consiste en montar una suerte de comedores sociales en casas privadas, cuyos dueños dan salida al excedente de sus propias vides ofreciéndoselo -acompañado de generosas raciones- a los vecinos que quieran acercarse a comer abundante y barato durante los meses de estío. Los furanchos, ejemplo de ingenio gallego para combatir el hambre de siglos pasados, necesitan un permiso especial porque no dejan de tener ánimo de lucro, aunque por diez euros sales de allí agarrándote la panza y cantando el naveira, naveira, naveira do mar, hay una barquiña pra dir a navegar, tipo María Ostiz. Jo, Galicia.

La Gaceta