Francisco Javier Gómez Izquierdo
Se acerca la ritual subida a la tierra cada mediados de julio, en busca del descanso nocturno sin necesidad del aire acondicionado. La impiedad del “calor omeya” me tiene tumbado en el sofá durante las fiestas de Burgos, que es mi pueblo, y de Pamplona, mi casa entre 1985 y 1988. Me da envidia ver por la tele a la gente abrigada y le digo a mi doña que ya falta menos para dormir arropados.
A mi doña le gustan los toros más que a mí y por San Fermín del 86 y 87, y gracias a un cura jubilado con mano en la Casa de Misericordia muy amigo mío y que aún vive, le averiguaba una entrada que según me dice coincidió un año con la ganadería Cebada Gago y Morenito de Maracay y otro con los Miura y Manili. Le contesto que mi mejor recuerdo de una plaza de toros fueron las orejas y rabo que en Burgos dieron a un tal Julián García, y que era un torero tirando a rubio.
¿Qué hacía yo en la plaza? Pues trabajar.
Recordará usted, Don Ignacio, que en Gamonal había una sala de juegos que se llamaba AINCAR donde nos poníamos en una máquina de las Pin-Ball y la teníamos siempre en 10 partidas. No daba más. Con un duro para todos, pasábamos la tarde unos gurriatos que andábamos en los 15 años. Allí fue a buscar chicos “El Lechuga”, un hostelero de Capitanía que llevaba la barra de la plaza y nos ofreció 1 peseta por cada cerveza El León y 1,50 por cada Kas que vendiéramos en las corridas de los Sampedros. El 10%, como el representante de Cristiano. Con un caldero con hielo enterrando los refrescos, esperábamos el final de la faena y si el maestro había estado bien, la venta se disparaba, y si la cosa acababa en silencios nuestros ofrecimientos eran en vano, pues, por entonces, la gente tenía en menos la cerveza que el vino de la bota y comprar refrescos era un signo de ostentación indecorosa. Como quería juntar pronto las mil pesetas que costaba el carné del Burgos, me pasaba las tardes en el tendido de sol y en una de aquéllas apareció Julián García. La plaza se volvió loca y los espectadores me vaciaban el cubo nada más asomar por el vomitorio. Aquel día llegué a las 800 pesetas y la cara de felicidad de Julián García a hombros de los aficionados me persiguió durante muchos años como una bendición.
También recuerdo a Antonio Bienvenida en un mar de almohadillas, a El Cordobés muy despeinado, y creo que también llegué a ver a El Viti... pero mi mayor reconocimiento y la faena que mas satisfacción me ha dado será por siempre la de Julián García, del que los aficionados taurinos cordobeses no saben darme razón. Seguro que el sabio profesor Márquez tiene alguna referencia de un torero sin historia y del que supongo que sólo la ignorancia taurina puede dedicarle alabanzas.
Hizo cosas que a ustedes no les gustan: banderilleó sentado en una silla.
Se acerca la ritual subida a la tierra cada mediados de julio, en busca del descanso nocturno sin necesidad del aire acondicionado. La impiedad del “calor omeya” me tiene tumbado en el sofá durante las fiestas de Burgos, que es mi pueblo, y de Pamplona, mi casa entre 1985 y 1988. Me da envidia ver por la tele a la gente abrigada y le digo a mi doña que ya falta menos para dormir arropados.
A mi doña le gustan los toros más que a mí y por San Fermín del 86 y 87, y gracias a un cura jubilado con mano en la Casa de Misericordia muy amigo mío y que aún vive, le averiguaba una entrada que según me dice coincidió un año con la ganadería Cebada Gago y Morenito de Maracay y otro con los Miura y Manili. Le contesto que mi mejor recuerdo de una plaza de toros fueron las orejas y rabo que en Burgos dieron a un tal Julián García, y que era un torero tirando a rubio.
¿Qué hacía yo en la plaza? Pues trabajar.
Recordará usted, Don Ignacio, que en Gamonal había una sala de juegos que se llamaba AINCAR donde nos poníamos en una máquina de las Pin-Ball y la teníamos siempre en 10 partidas. No daba más. Con un duro para todos, pasábamos la tarde unos gurriatos que andábamos en los 15 años. Allí fue a buscar chicos “El Lechuga”, un hostelero de Capitanía que llevaba la barra de la plaza y nos ofreció 1 peseta por cada cerveza El León y 1,50 por cada Kas que vendiéramos en las corridas de los Sampedros. El 10%, como el representante de Cristiano. Con un caldero con hielo enterrando los refrescos, esperábamos el final de la faena y si el maestro había estado bien, la venta se disparaba, y si la cosa acababa en silencios nuestros ofrecimientos eran en vano, pues, por entonces, la gente tenía en menos la cerveza que el vino de la bota y comprar refrescos era un signo de ostentación indecorosa. Como quería juntar pronto las mil pesetas que costaba el carné del Burgos, me pasaba las tardes en el tendido de sol y en una de aquéllas apareció Julián García. La plaza se volvió loca y los espectadores me vaciaban el cubo nada más asomar por el vomitorio. Aquel día llegué a las 800 pesetas y la cara de felicidad de Julián García a hombros de los aficionados me persiguió durante muchos años como una bendición.
También recuerdo a Antonio Bienvenida en un mar de almohadillas, a El Cordobés muy despeinado, y creo que también llegué a ver a El Viti... pero mi mayor reconocimiento y la faena que mas satisfacción me ha dado será por siempre la de Julián García, del que los aficionados taurinos cordobeses no saben darme razón. Seguro que el sabio profesor Márquez tiene alguna referencia de un torero sin historia y del que supongo que sólo la ignorancia taurina puede dedicarle alabanzas.
Hizo cosas que a ustedes no les gustan: banderilleó sentado en una silla.