Me voy de Pamplona en el ecuador de la fiesta, no porque ya haya tenido bastante, que también, sino porque me espera una meiga en Galicia que promete devolverme el Códice Calixtino. Veremos a ver. De sanfermines se lleva uno siempre la sensación de que el ser humano es menos racional que animal, mientras que el toro gana en sensatez por comparación. Ahí tienen los miuras del domingo, que bajaron en dos minutos sin lanzar un solo derrote pese a lo mucho que parecían desearlo los desgraciados guiris, manantial de caudalosa estupidez y peso bendito en la balanza de pagos autonómica.
De todos modos, también los autóctonos se afanan en ocasiones por avalar el famoso chascarrillo de Baroja, cuando le comentaron que iba a salir un nuevo periódico llamado El pensamiento navarro. “Pues o pensamiento o navarro”, respondió el ácido don Pío. El fin de semana presencié, por ejemplo, un concurso callejero de longitud de escupitajos, con su rectángulo de juego marcado a cartabón en el pavimento y sus dos jueces de línea metro en mano. Los participantes calentaban en la cola, flexionando la cadera y ensayando movimientos de cuello como si fueran a lanzar el martillo y no un cochino gapazo. Ganó un orgulloso local cuya gesta fue registrada a tiza junto al lugar donde aterrizó el gargajo: “Pedro Ramos, ESP, 21,43 metros”. Contra este Ramos, y no contra Sergio, querríamos ver a otro ilustre escupidor que sale con cierta cantante colombiana.
Pero la apoteosis del desenfreno navarro se produce en la corrida vespertina, cuando las peñas –todas de inequívoca adscripción abertzale, que para eso la calle siempre fue de la camorra–, portando sus estandartes satíricos y sus bidones de calimocho, abarrotan los tendidos de sol para dedicarse a aullar canciones pop y a sumergir la cabeza de la boina al cuello en el infame vinacho, todo ello de espaldas al ruedo, donde ya puede estar José Tomás toreando sin brazos a un dragón de Komodo, que ellos no mirarán. Lo mejor es cuando acaba la faena y las peñas, tras invadir el albero, procesionan a través del portón hacia el casco viejo, con sus bandas atronando y los curiosos arremolinándose al paso para jalear a los gladiadores sudorosos de alcohol. Me infiltré para marchar como un peñista más. Tardamos una hora en recorrer 50 metros y aprendí por qué algunas costillas se llaman flotantes, pero me convidaron a un par de copas en el camino y por momentos experimenté lo que un general romano al pasar bajo el arco de Septimio Severo.
Anduve una tarde por la feria, que no es más que otra sucesión de barracas y atracciones como la que podemos encontrar en Villanueva de Alcardete, provincia de Toledo. En las casetas venden de todo, incluso paradojas –“Hay vino sin alcohol”– y algún que otro pleonasmo: “Bocadillos de perrito caliente”. De la noche sanferminera qué les voy a contar que no se imaginen. Digamos que el centro se convierte en una naumaquia veneciana con garrafas vacías en vez de góndolas, hooligans roncos en vez de tenores y princesas renacentistas disfrutando su reversión en castizas cenicientas, al revés que el cuento. En fin, todo se acaba, señores, hasta Harry Potter. Incluso Rubalcaba, ya lo verán.
(La Gaceta)