Nucky Tohmpson en Boardwalk Empire
David Gistau
Ahora me basta con subir al Ave para sentir que empieza la aventura. Antaño, solía exigir más. Qué menos que una profilaxis contra la malaria, o un cambio horario de como poco tres husos, o el peso de la libreta de apuntes en el bolsillo lateral de un pantalón militar. Ahora ya no. Ahora es subir al Ave, y me pongo en personaje. Incluso me propongo jugar por unas horas a que aún vivo según el credo de los atracadores de Heat: sin aceptar nada que no se pueda abandonar en treinta segundos. Cuando estoy en la cafetería del Ave poniendo cara de atracador de Heat, me alegro de ser el único que sabe que a veces el llanto de un niño rompe la noche y entonces, en la oscuridad, choco todos los muebles mientras corro hacia él en calzoncillos. En treinta segundos, no podría abandonar ya ni el iPlus.
Esa mañana es que además llevaba puesto el abrigo nuevo de Hugo Boss. Le subes las solapas, y queda como la trinchera de Corto Maltés. Y encima no huele a toallitas Dodot, ni tiene rastros de vómito como los que quedaron en las camisas de Ralph Lauren cuando la crisis de la acetona. Estaba de pie junto a la barra, sosteniendo el café con lo que debía parecer un desdén mundano, y decidí que echar un vistazo al Marca no tenía por qué arruinar totalmente la estampa. Entonces, entró ella.
Si sólo la hubiera mirado una vez, la recordaría en blanco y negro, porque tenía un aire antiguo, como de película de gabardinas, en el que se mezclaban Lauren Bacall y una pin-up de fuselaje. Un gángster de la Prohibición la habría querido para llevarla a la ópera. Para como iba vestida, era demasiado tarde o demasiado pronto. Es decir, que lo mismo podía volver de una noche intensa que ir, qué sé yo, a una boda directamente desde la estación de Sevilla, sin tiempo de pasar por un hotel. Me erguí cuanto pude, contemplé los olivares fugaces con mirada de no sabes, nena, cuánto dolor y pasión hay en mi pasado, y por supuesto aparté el Marca con el meñique como si fuera radiactivo. Si una mujer como ésta, pensé, te pasa el escáner y descubre el Marca, date por enviado a las tinieblas exteriores del desprecio.
Reconozco que sentí un chispazo en el interior cuando se me acercó y comprendí que iba a hablarme: “¿Has terminado?”, preguntó, tomando el Marca.
-Sí, sí, claro, todo tuyo.
Lo que quedaba de viaje, ella sólo atendió al doble pivote defensivo de Mourinho. Y yo seguí contemplando los olivares, contento de que nadie más supiera que estaba pensando me cago en el abrigo, en Heat, en Lauren Bacall, y encima me he quedado sin lectura.
Ahora me basta con subir al Ave para sentir que empieza la aventura. Antaño, solía exigir más. Qué menos que una profilaxis contra la malaria, o un cambio horario de como poco tres husos, o el peso de la libreta de apuntes en el bolsillo lateral de un pantalón militar. Ahora ya no. Ahora es subir al Ave, y me pongo en personaje. Incluso me propongo jugar por unas horas a que aún vivo según el credo de los atracadores de Heat: sin aceptar nada que no se pueda abandonar en treinta segundos. Cuando estoy en la cafetería del Ave poniendo cara de atracador de Heat, me alegro de ser el único que sabe que a veces el llanto de un niño rompe la noche y entonces, en la oscuridad, choco todos los muebles mientras corro hacia él en calzoncillos. En treinta segundos, no podría abandonar ya ni el iPlus.
Esa mañana es que además llevaba puesto el abrigo nuevo de Hugo Boss. Le subes las solapas, y queda como la trinchera de Corto Maltés. Y encima no huele a toallitas Dodot, ni tiene rastros de vómito como los que quedaron en las camisas de Ralph Lauren cuando la crisis de la acetona. Estaba de pie junto a la barra, sosteniendo el café con lo que debía parecer un desdén mundano, y decidí que echar un vistazo al Marca no tenía por qué arruinar totalmente la estampa. Entonces, entró ella.
Si sólo la hubiera mirado una vez, la recordaría en blanco y negro, porque tenía un aire antiguo, como de película de gabardinas, en el que se mezclaban Lauren Bacall y una pin-up de fuselaje. Un gángster de la Prohibición la habría querido para llevarla a la ópera. Para como iba vestida, era demasiado tarde o demasiado pronto. Es decir, que lo mismo podía volver de una noche intensa que ir, qué sé yo, a una boda directamente desde la estación de Sevilla, sin tiempo de pasar por un hotel. Me erguí cuanto pude, contemplé los olivares fugaces con mirada de no sabes, nena, cuánto dolor y pasión hay en mi pasado, y por supuesto aparté el Marca con el meñique como si fuera radiactivo. Si una mujer como ésta, pensé, te pasa el escáner y descubre el Marca, date por enviado a las tinieblas exteriores del desprecio.
Reconozco que sentí un chispazo en el interior cuando se me acercó y comprendí que iba a hablarme: “¿Has terminado?”, preguntó, tomando el Marca.
-Sí, sí, claro, todo tuyo.
Lo que quedaba de viaje, ella sólo atendió al doble pivote defensivo de Mourinho. Y yo seguí contemplando los olivares, contento de que nadie más supiera que estaba pensando me cago en el abrigo, en Heat, en Lauren Bacall, y encima me he quedado sin lectura.