Vicente Llorca
La otra tarde, en el bar de la plaza, nos dio por recordar escenas insólitas de la Dictadura.
Yo, no sé por qué, recordaba una tarde, trivial entonces, pero que ahora me resulta poco menos que onírica. Los jóvenes, que no han conocido la tiranía, no podían entenderlo.
En ella, recuerdo, nos embarcamos un primo mío y yo en un largo viaje por la Raya. Mi primo estaba buscando potros entonces, para cruzarlos o para domar, y todas las señas que tenía nos hacían ir bajando por la frontera. Hasta unos pueblos de Cáceres primero, cercanos a la Sierra de San Pedro, rayando ya con Badajoz, para volver luego, pasando por Coria y por el Puerto de Perales, hasta unas fincas cercanas a Fuenteguinaldo, en el Abadengo salmantino.
Después de varias peripecias, tratos diversos, vinos en la plaza o una visita disparatada a un castillo en ruinas –bajo cuya muralla pastaban, cerriles, unos añacos arruinados y con pedigrí, al igual que la dueña– arribamos a una conocida finca, cercana ya a Ciudad Rodrigo, que pertenecía aún al Conde de M. Allí pasamos la tarde. Los potros eran muy buenos, pero mi primo, que quería llevarse toda la camada, no iba a lograr un trato fácil, desde luego.
Hablar y más hablar. El encargado, un hombre serio y cabal, se negaba a cualquier trato, pero al mismo tiempo nos invitó a su casa a merendar. No tenía nada para ofrecernos, dijo, y sacó entonces un jamón casero, un salchichón de la matanza y un queso de cabra de la finca, que quitaban el sentido. Una lástima, comentamos, que no hubiera nada, pero nosotros, francamente, con cualquier cosa nos conformábamos.
Echamos la tarde y seguimos charlando a la lumbre. El vino, de pitarra, entraba solo y mientras repetíamos que no íbamos a hacer trato, que así era imposible y que qué le íbamos a hacer, pero que daba gusto hablar con el montaraz y su señora, y que no se preocupara por los manteles, que lo que contaba era la intención, el hombre nos estaba sacando un aguardiente serrano para el camino que, la verdad, con la helada que estaba cayendo, era un consuelo.
Total, que, como suele suceder en estos casos, cuando ya nos marchábamos y en el momento de coger el coche, se hizo el trato, finalmente.
Se ajustó el precio, nos dimos la mano, a los dos días estaban los potros en la finca, se pagaron en billetes, debajo de una encina, y allí hubo paz y después gloria.
Atónitos, mientras fumábamos en la terraza, los jóvenes nos preguntaban:
-¿Pero cómo? ¿Se veían los potros, se ajustaban y ya está?
-¿Y la Delegación de Ganadería? ¿Y el permiso del transportista? ¿Y el informe de la Junta?
-¿Teníais aprobado el curso de Compra de Potros Españoles?
-¿Y la calificación sanitaria? ¿Y el sello de Veterinaria?
-¿Y cogisteis el coche después de haber merendado? ¿Con el vino y la cazalla? ¿Y no os paró la policía?
-¿A qué velocidad volvíais?
-¿Y al tío no se le caía el pelo por tener queso sin permiso de Sanidad? ¿Y salchichón sin un matadero homologado? ¿Marranos sueltos por la finca?
-Anda que si le pillan el vino de pitarra…
-Y la petaca de tabaco…
-Eso que estáis contando es una copla. Nadie puede ver un ganado, ajustarlo y llevárselo a casa. Eso no existe.
No hubo forma de hacérselo entender. Afortunadamente, ellos no conocieron aquellos tiempos atroces de la Dictadura.
Apagamos los cigarros y volvimos al bar. En la tele, el Salamanca perdía en casa. Otra vez. Esa tradición sí se mantenía.
La otra tarde, en el bar de la plaza, nos dio por recordar escenas insólitas de la Dictadura.
Yo, no sé por qué, recordaba una tarde, trivial entonces, pero que ahora me resulta poco menos que onírica. Los jóvenes, que no han conocido la tiranía, no podían entenderlo.
En ella, recuerdo, nos embarcamos un primo mío y yo en un largo viaje por la Raya. Mi primo estaba buscando potros entonces, para cruzarlos o para domar, y todas las señas que tenía nos hacían ir bajando por la frontera. Hasta unos pueblos de Cáceres primero, cercanos a la Sierra de San Pedro, rayando ya con Badajoz, para volver luego, pasando por Coria y por el Puerto de Perales, hasta unas fincas cercanas a Fuenteguinaldo, en el Abadengo salmantino.
Después de varias peripecias, tratos diversos, vinos en la plaza o una visita disparatada a un castillo en ruinas –bajo cuya muralla pastaban, cerriles, unos añacos arruinados y con pedigrí, al igual que la dueña– arribamos a una conocida finca, cercana ya a Ciudad Rodrigo, que pertenecía aún al Conde de M. Allí pasamos la tarde. Los potros eran muy buenos, pero mi primo, que quería llevarse toda la camada, no iba a lograr un trato fácil, desde luego.
Hablar y más hablar. El encargado, un hombre serio y cabal, se negaba a cualquier trato, pero al mismo tiempo nos invitó a su casa a merendar. No tenía nada para ofrecernos, dijo, y sacó entonces un jamón casero, un salchichón de la matanza y un queso de cabra de la finca, que quitaban el sentido. Una lástima, comentamos, que no hubiera nada, pero nosotros, francamente, con cualquier cosa nos conformábamos.
Echamos la tarde y seguimos charlando a la lumbre. El vino, de pitarra, entraba solo y mientras repetíamos que no íbamos a hacer trato, que así era imposible y que qué le íbamos a hacer, pero que daba gusto hablar con el montaraz y su señora, y que no se preocupara por los manteles, que lo que contaba era la intención, el hombre nos estaba sacando un aguardiente serrano para el camino que, la verdad, con la helada que estaba cayendo, era un consuelo.
Total, que, como suele suceder en estos casos, cuando ya nos marchábamos y en el momento de coger el coche, se hizo el trato, finalmente.
Se ajustó el precio, nos dimos la mano, a los dos días estaban los potros en la finca, se pagaron en billetes, debajo de una encina, y allí hubo paz y después gloria.
Atónitos, mientras fumábamos en la terraza, los jóvenes nos preguntaban:
-¿Pero cómo? ¿Se veían los potros, se ajustaban y ya está?
-¿Y la Delegación de Ganadería? ¿Y el permiso del transportista? ¿Y el informe de la Junta?
-¿Teníais aprobado el curso de Compra de Potros Españoles?
-¿Y la calificación sanitaria? ¿Y el sello de Veterinaria?
-¿Y cogisteis el coche después de haber merendado? ¿Con el vino y la cazalla? ¿Y no os paró la policía?
-¿A qué velocidad volvíais?
-¿Y al tío no se le caía el pelo por tener queso sin permiso de Sanidad? ¿Y salchichón sin un matadero homologado? ¿Marranos sueltos por la finca?
-Anda que si le pillan el vino de pitarra…
-Y la petaca de tabaco…
-Eso que estáis contando es una copla. Nadie puede ver un ganado, ajustarlo y llevárselo a casa. Eso no existe.
No hubo forma de hacérselo entender. Afortunadamente, ellos no conocieron aquellos tiempos atroces de la Dictadura.
Apagamos los cigarros y volvimos al bar. En la tele, el Salamanca perdía en casa. Otra vez. Esa tradición sí se mantenía.