Jorge Bustos
Habrá gente que esté muy contenta con todo esto. Con que los ricos no sean cultos sino que vayan a ver las mismas películas superficiales que el común de los mortales, lean los mismos libros y escuchen la misma música prefabricada; con que del cuello de un traje carísimo emerja una cabeza tan horteramente peinada como toscamente educada. Posiblemente sea este afán profundo de compartir miseria o de expiar en otro las limitaciones propias el resorte psicológico que sostiene la industria de la prensa rosa.
La excelencia y la sabiduría, en todo caso, sigue reservada a la élite, porque biológicamente -mientras no se haya instaurado aún la eugenesia- no es viable una sociedad sólo de inteligentes, como es inviable una colmena sólo de abejas reinas. Eso sí: hoy la élite cultural no tiene por qué acompañarse de ostentación, riqueza, abolengo o posición social; es más probable encontrar un hombre culto en un piso mediano que en una mansión ajardinada. Ellos debieran ser los amos de la sociedad, y algunos llegan a ser influyentes empresarios o periodistas merced al puro autodidactismo, que tal como está la enseñanza escolar y universitaria (especialmente en España, pero no sólo) es el único medio eficaz de formación. Pero hay que reconocer que las élites ya no fijan el canon. Y eso es nefasto.
Esta concepción del darwinismo intelectual ligeramente nietzscheana que mantengo es absolutamente reaccionaria y políticamente incorrecta, pero en la práctica la asume todo el mundo, sobre todo en los departamentos de recursos humanos de las empresas. Lo que se constata por doquier es que este equilibrio social saludable se ha descompensado en favor de los necios. Es decir, que cada vez es más difícil topar con alguien inteligente, y desde luego es altamente improbable hacerlo en ámbitos como la política o la empresa, verdaderos yermos donde hacen su agosto bien pagados gurús licenciados con tan inexplicable prestigio como gaseosos conocimientos y codicioso ministerio de asesoría.
Sólo es tolerable la figura de un gurú cínico: aquel que se ríe del papanatismo de su patrón mientras chapotea en la amplia bañera de la suite de un exclusivo hotel. Imaginar a un gurú de la autoayuda que se creyera su doctrina barata es, ciertamente, un ejercicio demasiado tétrico en el que prefiero no demorarme.
Habrá gente que esté muy contenta con todo esto. Con que los ricos no sean cultos sino que vayan a ver las mismas películas superficiales que el común de los mortales, lean los mismos libros y escuchen la misma música prefabricada; con que del cuello de un traje carísimo emerja una cabeza tan horteramente peinada como toscamente educada. Posiblemente sea este afán profundo de compartir miseria o de expiar en otro las limitaciones propias el resorte psicológico que sostiene la industria de la prensa rosa.
La excelencia y la sabiduría, en todo caso, sigue reservada a la élite, porque biológicamente -mientras no se haya instaurado aún la eugenesia- no es viable una sociedad sólo de inteligentes, como es inviable una colmena sólo de abejas reinas. Eso sí: hoy la élite cultural no tiene por qué acompañarse de ostentación, riqueza, abolengo o posición social; es más probable encontrar un hombre culto en un piso mediano que en una mansión ajardinada. Ellos debieran ser los amos de la sociedad, y algunos llegan a ser influyentes empresarios o periodistas merced al puro autodidactismo, que tal como está la enseñanza escolar y universitaria (especialmente en España, pero no sólo) es el único medio eficaz de formación. Pero hay que reconocer que las élites ya no fijan el canon. Y eso es nefasto.
Esta concepción del darwinismo intelectual ligeramente nietzscheana que mantengo es absolutamente reaccionaria y políticamente incorrecta, pero en la práctica la asume todo el mundo, sobre todo en los departamentos de recursos humanos de las empresas. Lo que se constata por doquier es que este equilibrio social saludable se ha descompensado en favor de los necios. Es decir, que cada vez es más difícil topar con alguien inteligente, y desde luego es altamente improbable hacerlo en ámbitos como la política o la empresa, verdaderos yermos donde hacen su agosto bien pagados gurús licenciados con tan inexplicable prestigio como gaseosos conocimientos y codicioso ministerio de asesoría.
Sólo es tolerable la figura de un gurú cínico: aquel que se ríe del papanatismo de su patrón mientras chapotea en la amplia bañera de la suite de un exclusivo hotel. Imaginar a un gurú de la autoayuda que se creyera su doctrina barata es, ciertamente, un ejercicio demasiado tétrico en el que prefiero no demorarme.