Ayer entré a curiosear en un enorme almacén ajado que en su día fue una industria y que ahora ha sido reconvertido en tienda de ropa de segunda mano. Tienda regentada por una asociación de rehabilitación de toxicómanos de las que han proliferado no pocas en nuestro país y que se nutren, fundamentalmente, de vaciar los pisos tras la defunción de sus inquilinos. De vaciar los pisos de los difuntos cuando ya han pasado y recogido todo lo que consideran de valor los herederos.
En estos sitios, a diferencia de los antiguos traperos, hay una intención organizativa muy loable. Ésta: la sección de zapatos, de ropa de hombre, de ropa interior, complementos, etc. Es una copia del Corte Inglés pero en cutre. Lo que aún lo hace más cutre.
Desde ayer no puedo olvidar la imagen de una joven que vi en este “centro comercial” alternativo y chabolista. La joven acariciaba lentamente las mangas de un vestido de novia de satén. Miré los ojos de la joven y vi en ellos el deseo de poseerlo. También vi en ellos que lo deseaba y que no lo podía pagar, que lo deseaba desde hacía tiempo y que iba de vez en cuando a acariciarlo.
La sección en la que están colgados los trajes de novia usados es la más triste del tristísimo y mal iluminado almacén. Pensé que si algo ha de necesariamente estrenarse es la ropa interior y los vestidos de novia. Pensé que en un país suficientemente desarrollado ninguna joven debería quedarse sin su vestido de novia soñado. Por esto, la imagen de una joven acariciando el vestido, indicando que lo desea y que no se lo puede pagar, y que, si lo pudiera pagar, aceptaría resignada ser la segunda novia, como mínimo, que lo luciese, me pareció significativa del momento por el que atravesamos.
Y no sé porqué hoy se lo cuento a ustedes.