Jorge Bustos
Dos apuntes, uno de admiración y otro de indignación, ante la concesión del Nobel a Mario Vargas Llosa, hecho del cual nos congratulamos tanto porque, sobre ser un tipo normal que no trata de arreglar el mundo ni pertenece a ninguna minoría étnica o sexualmente distinguida, se trata de un buen novelista clásico, de la estirpe de Tolstói, y eso es mucho decir en nuestros días.
Lo primero es encomiar que un vejete de 74 años con toda su obra ya luminosamente edificada se siga levantando a las 5.30 de la madrugada a diario para leer. Que otros se enorgullezcan de lo que han escrito; yo me enorgullezco de lo que he leído, sentenció el sentencioso Borges. Ésa es la humildad intelectual de Vargas que admiramos, su voluntaria inclusión en la clase de marinería del gran navío cervantino, con toda su tripulación de capitanes, almirantes, contramaestres y grumetillos. Y eso que él ha alcanzado al menos el escalafón de oficiales.
Lo segundo es denunciar la falacia que ya corre como marihuana en manifa sindical, formulada por la intelligentsia socialdemócrata y consistente en perdonarle el galardón al peruano con el consabido latiguillo: "No estoy de acuerdo con sus ideas políticas pero admiro su obra como novelista". Lo cual es como decir, de un delantero centro, "no comparto el arqueamiento de sus piernas pero disfruto con sus goles". Oigan ustedes, las ideas políticas de un novelista están tan implicadas en su obra como su concepción de la moral o su capacidad léxica. Y en el caso del autor de La fiesta del chivo, además, esta implicación resulta especialmente evidente. Aquí lo que pasa es que el nuevo Nobel se declara liberal, o sea, que prefiere el individuo al colectivo y el mercado al Estado, y eso se antoja de un insolidario y reactivo que te rilas a los ojos dogmáticos de los mandarines de progreso. Como si el premiado necesitara el nihil obstat del clero progre.
Una duda. ¿Se habrán agotado las subvenciones en la Academia Sueca como para que tengan que atraerse la gratitud de un lúcido capitalista?
Dos apuntes, uno de admiración y otro de indignación, ante la concesión del Nobel a Mario Vargas Llosa, hecho del cual nos congratulamos tanto porque, sobre ser un tipo normal que no trata de arreglar el mundo ni pertenece a ninguna minoría étnica o sexualmente distinguida, se trata de un buen novelista clásico, de la estirpe de Tolstói, y eso es mucho decir en nuestros días.
Lo primero es encomiar que un vejete de 74 años con toda su obra ya luminosamente edificada se siga levantando a las 5.30 de la madrugada a diario para leer. Que otros se enorgullezcan de lo que han escrito; yo me enorgullezco de lo que he leído, sentenció el sentencioso Borges. Ésa es la humildad intelectual de Vargas que admiramos, su voluntaria inclusión en la clase de marinería del gran navío cervantino, con toda su tripulación de capitanes, almirantes, contramaestres y grumetillos. Y eso que él ha alcanzado al menos el escalafón de oficiales.
Lo segundo es denunciar la falacia que ya corre como marihuana en manifa sindical, formulada por la intelligentsia socialdemócrata y consistente en perdonarle el galardón al peruano con el consabido latiguillo: "No estoy de acuerdo con sus ideas políticas pero admiro su obra como novelista". Lo cual es como decir, de un delantero centro, "no comparto el arqueamiento de sus piernas pero disfruto con sus goles". Oigan ustedes, las ideas políticas de un novelista están tan implicadas en su obra como su concepción de la moral o su capacidad léxica. Y en el caso del autor de La fiesta del chivo, además, esta implicación resulta especialmente evidente. Aquí lo que pasa es que el nuevo Nobel se declara liberal, o sea, que prefiere el individuo al colectivo y el mercado al Estado, y eso se antoja de un insolidario y reactivo que te rilas a los ojos dogmáticos de los mandarines de progreso. Como si el premiado necesitara el nihil obstat del clero progre.
Una duda. ¿Se habrán agotado las subvenciones en la Academia Sueca como para que tengan que atraerse la gratitud de un lúcido capitalista?