José Ramón Márquez
Viernes 1 de octubre. Salimos de Las Ventas, como tantas veces en dirección al Braulio de la Glorieta del Sílice, o lo que queda de ella en la Avenida de los Toreros. Nos aproximamos a la ventanita que hay en el costado que da a la calle de Rafaela Bonilla y pedimos, como santísimas veces:
-¡Edu, ponme siete botijos!
Edu se explica: no puede servir botellines ni nada por la ventanita. Los policías municipales le han multado por despachar botellines por la ventanita. Si queremos tomar botellines nos tenemos que meter dentro del bar. Claro que si acaso estuviese lloviendo, el interior del bar sería un sitio confortable, pero la tarde es espléndida y tibia y lo que apetece es estar en la calle.
Desistimos de convencer al cuitado de Edu, dado que le multa que le pusieron le dejó temblando, y comenzamos a subir por la Avenida de los Toreros. De pronto, aparece la iluminación: un chino.
Cruzamos la calle y preguntamos:
-¿Tienes litros de cerveza fríos?
-Sí.
-Pues dame dos.
-Tles eulo.
Entonces, utilizando a modo de velador un buzón de correos de esos verdes que usan los carteros para sus intercambios, nos situamos tres funcionarios del Estado, una profesora de Instituto en excedencia, un productor de televisión, un ingeniero de telecomunicaciones, un jacobino francés, una directora de la Caja de Ahorros y un rentista, todos ellos personas de bien, amantes de la ley y que cumplen con el fisco, inventando el botellón en plena calle, porque no se nos da la opción de poder tomar una cerveza a gusto en el sitio donde la hemos estado tomado desde hace treinta años.
Mientras, a la misma hora, en la calle de Jorge Juan, las terracitas ridículas que desde este año invaden toda la acera sin dejar apenas paso a los peatones, estarían llenas de gentes que disfrutan de la tarde casi veraniega sin que ningún guardia municipal les pusiera objeción alguna ni multa de ninguna clase a los propietarios de esos negocios. Cosas del alcalde, tan moderno él.