Jorge Bustos
Sin embargo, el hecho de que el mercado marque hoy el canon literario o artístico, y de que sus creaciones sean consideradas estrictamente productos, nos hace dudar de que las nuevas generaciones sean más cultas e inteligentes -libres, por tanto, de espíritu- que las pasadas.
Los poderosos de este mundo ya no encargan grandes obras ni dan la alternativa a artistas talentosos, porque los poderosos de este mundo ya son sobre todo nuevos ricos, esa clase social fatua y sin escrúpulos que durante media vida se enriquece para quitarse el complejo de pobre y durante la media restante compra arte o moda cara para quitarse infructuosamente el complejo de tonto o de sujeto vulgar; género que infesta hoy las sociedades occidentales.
Un amigo que trabaja en una agencia de publicidad se queja a menudo de que las ideas que él considera más brillantes, las que mayor potencia simbólica agrupan y evocan un mayor número de armonizadas referencias significativas, son aquellas que indefectiblemente rechaza tal o cual opulento consejero delegado, atalayado en el infame dicho de que el cliente siempre tiene la razón. Y en cambio, el susodicho y potentado cliente suele preferir la patochada más burda y directa, la apelación menos sutil a los instintos del público.
Aparte del capitalismo y de la democracia, existe otro factor deletéreo de la excelencia artística. En realidad, es una consecuencia de la coyuntura social, al tiempo que su causa: nos referimos a la ideología. ¿Qué ideología impera en nuestro tiempo en el mundo desarrollado? Pues la ideología de la crisis de las ideologías. Agotados y sin crédito las grandes relatos deterministas que estudia la filosofía de la historia -resumibles en la idea del eterno progreso que forjó el Renacimiento y culminó trágicamente el comunismo-, vivimos más que nunca en la elusión de la funesta manía de pensar, es decir, en el puro presente. Sin embargo, el hombre no puede vivir sin pensar cómo vive. Por tanto, si la vida es hoy consumo, la superestructura ideológica que asista a la vida habrá de presentar una liviandad correlativa. Si la filosofía de Marx acompañaba la vida trabajosa de un obrero decimonónico, los eslóganes publicitarios se convierten en el vademécum intelectual de los adolescentes eternos que pululan por lujosos despachos lo mismo que por vulgares centros comerciales. No cabe siquiera apelar a Epicuro: se vive en la absorción de un irrazonado hedonismo, únicamente articulado a base de imágenes y anuncios. La publicidad es cada día más importante: en política -no hay más que atender a los discursos del hombre que preside España, y al nivel retórico general de nuestra política posmoderna-, en las empresas, en la industria del ocio y del espectáculo.
Sin embargo, el hecho de que el mercado marque hoy el canon literario o artístico, y de que sus creaciones sean consideradas estrictamente productos, nos hace dudar de que las nuevas generaciones sean más cultas e inteligentes -libres, por tanto, de espíritu- que las pasadas.
Los poderosos de este mundo ya no encargan grandes obras ni dan la alternativa a artistas talentosos, porque los poderosos de este mundo ya son sobre todo nuevos ricos, esa clase social fatua y sin escrúpulos que durante media vida se enriquece para quitarse el complejo de pobre y durante la media restante compra arte o moda cara para quitarse infructuosamente el complejo de tonto o de sujeto vulgar; género que infesta hoy las sociedades occidentales.
Un amigo que trabaja en una agencia de publicidad se queja a menudo de que las ideas que él considera más brillantes, las que mayor potencia simbólica agrupan y evocan un mayor número de armonizadas referencias significativas, son aquellas que indefectiblemente rechaza tal o cual opulento consejero delegado, atalayado en el infame dicho de que el cliente siempre tiene la razón. Y en cambio, el susodicho y potentado cliente suele preferir la patochada más burda y directa, la apelación menos sutil a los instintos del público.
Aparte del capitalismo y de la democracia, existe otro factor deletéreo de la excelencia artística. En realidad, es una consecuencia de la coyuntura social, al tiempo que su causa: nos referimos a la ideología. ¿Qué ideología impera en nuestro tiempo en el mundo desarrollado? Pues la ideología de la crisis de las ideologías. Agotados y sin crédito las grandes relatos deterministas que estudia la filosofía de la historia -resumibles en la idea del eterno progreso que forjó el Renacimiento y culminó trágicamente el comunismo-, vivimos más que nunca en la elusión de la funesta manía de pensar, es decir, en el puro presente. Sin embargo, el hombre no puede vivir sin pensar cómo vive. Por tanto, si la vida es hoy consumo, la superestructura ideológica que asista a la vida habrá de presentar una liviandad correlativa. Si la filosofía de Marx acompañaba la vida trabajosa de un obrero decimonónico, los eslóganes publicitarios se convierten en el vademécum intelectual de los adolescentes eternos que pululan por lujosos despachos lo mismo que por vulgares centros comerciales. No cabe siquiera apelar a Epicuro: se vive en la absorción de un irrazonado hedonismo, únicamente articulado a base de imágenes y anuncios. La publicidad es cada día más importante: en política -no hay más que atender a los discursos del hombre que preside España, y al nivel retórico general de nuestra política posmoderna-, en las empresas, en la industria del ocio y del espectáculo.