Hughes
Abc
No hay día en que mi navegación por las redes sociales (cada vez más silenciosa, como la de un submarino) no tropiece con alguna tortilla de patata fotografiada. Suelen ser tortillas en un estado de crudeza casi repulsivo (mucho menos hechas que la de la foto), unas sopas de yema con apenas unos tropezones de patata que pasan por tortilla e incluso por la única tortilla posible.
La tortilla cuajada y secorra, gollipona, se tiene por atrocidad y por mal gusto porque hay una especie de esnobismo asociado a lo crudo, una pretensión gourmand que disfruta la carne sólo si sangra y que considera decente e incluso delicioso comerse una tortilla con cuchara.
Con la carne es donde más se ve. Se percibe un orgullo muy curioso en algunas personas cuando la piden, un orgullo en el que se tocan cuerdas muy profundas: el mencionado sibaritismo y además una voracidad de gran conocedor que pasa por virilidad devoradora. “Sí, sí, que sangre, que las fibras se resistan y yo pueda reencontrarme con mi ancestral ser carnívoro?”.
Es como si en un entrecot buscasen revivir la experiencia del hombre de la caverna, fantasear con la alimentación antes del descubrimiento del fuego. Es entendible que renuncien a la salsa, pero no al fuego.
La cocina es elaboración, es el proceso de alejar en lo posible al animal del plato. Las personas normales a las que nos gustan las cosas moderadamente cocinadas (moderado es una palabra que debería usarse más en lo culinario) creemos, ingenuos de nosotros, que cocinar es transformar, que cocinar es darle a la materia un contacto sabio con el fuego hasta que haya variaciones apetitosas en su forma o color. Pero esto, que es lo normal, suena a capricho cateto cuando aparecen los aficionados a lo crudo con sus ínfulas gastronómicas y su verismo goteante.
Con la tortilla resulta especialmente ‘sangrante’. La tortilla es, en el universo del niño, algo que ni es huevo ni es patata y gusta por eso mismo, porque es otra cosa. La tortilla se ha ganado ser tortilla porque se convierte en algo característico que fusiona dos alimentos hasta hacerlos olvidar. Si yo quisiera patata pediría patata, y si quisiera mojar pan en yema pediría un huevo. Sin embargo, la tortilla líquida, infiel a su ser, se presenta como una deconstrucción, una separación de los elementos en el límite mismo de la salmonela. Si fueran consecuentes, estas personas deberían pedir los huevos crudos, hacerles un orificio e introducir una pajita para sorberlos. “Así se come la auténtica tortilla de Madrid”. Y p’arriba como si fueran caracoles. Se están comiendo unas tortillas que podrían definirse como un plato de huevos con patatas dejado a nuestro perro durante un minuto y medio. El resultado de eso es, dicen, la tortilla fetén.
El mismo término que le es propio a la tortilla, pincho, parece oponerse a esta práctica porque esa tortilla líquida de sopicaldo ovoide es impinchable, no admite pincho. Es, si acaso, un chupito de tortilla. El crudismo es una variante del esnobismo y del madrileñismo federativo que hemos de sufrir con resignación. Y un poco de pan.