Alberto Salcedo Ramos
Pedro Olier Sarmiento dice que es tan largo como una semana de hambre. Después señala que como es tan flaco podría acostarse en una aguja y taparse con el hilo. Bromear tanto, advierte, le sirve para ser “gorrero” impunemente.
Gorrero se le llama en la costa Caribe de Colombia a ese parrandero que jamás se mete la mano al dril. Bebe a galones, come como un sabañón, pero cuando llega la hora de pagar finge estar dormido, o sale a bailar, o simplemente se esfuma.
Él se ufana de no apelar jamás a tales artimañas, porque quienes lo invitan a beber saben de antemano cuáles son las reglas de juego: ellos ponen la plata, y él, la gracia.
Olier vive en Soplaviento, un pueblo ardiente cercado por el Canal del Dique. Para desplazarse por tierra hacia las ciudades más próximas –Cartagena y Barranquilla–, los habitantes deben primero atravesar el río en bote, y luego abordar un bus intermunicipal.
Nuestro personaje conduce uno de los botes. A lo largo de la jornada realiza varios viajes entre un lado y otro del canal. Mientras rema, cuenta chistes o suelta apuntes jocosos.
—Pesqué un bagre muy pequeño. Lo desenganché del anzuelo y le dije: “no joda, no me hagas perder el tiempo. Yo quiero es a tu abuelo”.
En Soplaviento nadie sabe su nombre de pila: todo el mundo lo llama Pellongo.
Cuando no está pescando ni bogando, Pellongo, de sesenta y siete años, bebe ron blanco en el puerto. Apenas se sienta en su taburete empiezan a arrimarse los entusiastas. Entonces comadrea, narra historias, cuenta chistes. Quien quiera oírlo –alardea– debe “bajarse del bus”, es decir, demostrarle el aprecio con algún obsequio: dos yuquitas, una cerveza.
—Eche, mi hermano, ¡la gracia pa’ echar cuentos también vale!
Si algún chismoso va a contarle a su mujer que él anda bebiendo, ella le responde:
—Déjalo quieto, que así también trabaja.
Muchos lugares olvidados del Caribe usan su tradición oral como antídoto contra el tedio. Como no hay salas de cine para ver películas de Fellini ni buenas bibliotecas para leer cuentos de Poe, la gente aprende a entretenerse con sus propias historias.
En Soplaviento, un pueblo polvoriento de ocho mil quinientos habitantes, el servicio de energía se interrumpe con bastante frecuencia. Para resistir el bochorno y los zancudos hay que salir a las terrazas. La vida fluye entre cuentos, entre cantos. No es gratuito que allí hayan surgido dos de los músicos más notables de la música popular colombiana:
Catalino Parra, cantante de Los Gaiteros de San Jacinto, y Clímaco Sarmiento, autor del fandango Pie pelúo.
Este último era tío de Pellongo, quien ahora suelta otro chiste:
—El recién casado tuerto abandonó a la esposa porque descubrió que no era virgen. Ella se defendió: “eche, yo veo que tú eres tuerto y no te dejé por eso”. Él le respondió: “pero es que lo mío fue un puyazo”. Y ella le dijo: “ajá, ¿y lo mío fue acaso una ‘cachetá’?”
Los paisanos se ríen, le dan una nueva cerveza. Pellongo vuelve a su tesis recurrente: quien tiene gracia, la comparte; quien carece de ella, le regala algo al que la tiene. Es la mejor forma de sobrevivir en ciertos lugares abandonados a la buena de Dios, concluye.
—El recién casado tuerto abandonó a la esposa porque descubrió que no era virgen. Ella se defendió: “eche, yo veo que tú eres tuerto y no te dejé por eso”. Él le respondió: “pero es que lo mío fue un puyazo”. Y ella le dijo: “ajá, ¿y lo mío fue acaso una ‘cachetá’?”
Los paisanos se ríen, le dan una nueva cerveza. Pellongo vuelve a su tesis recurrente: quien tiene gracia, la comparte; quien carece de ella, le regala algo al que la tiene. Es la mejor forma de sobrevivir en ciertos lugares abandonados a la buena de Dios, concluye.